Chivo maromero |
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Sí Negro, te hemos escuchado perfectamente. La primera vez en que el escritor
se desbocó con esa perorata tirada de los pelos -afirmó Carlos- fue en la
cantina del “Bello Antonio”, en el verano del año mil novecientos sesenta y
seis, celebrando el cumpleaños del amigo “japonés saco prestado”, quien vomitó encima
de la mesa y César -que no aguanta pulgas- lo arrastró al meadero y, enseguida,
lo embarcamos en un taxi pagadero a destino. Y el “Bello Antonio”, impecable y
diligente, con escoba en mano, en un ¡triz! ¡traz! aseó el local con aserrín
fresco y kreso, desinfectante poderoso ocultador de olores de orines y de
vómitos de borrachos incontinentes. Y seguimos
garganteando como si fueran los últimos tragos de la vida, discutiendo acaloradamente
con el escritor sobre lo real de las irrealidades y de nuestros problemas
existenciales. ¿Y cómo podíamos comprender al provinciano, si en esos momentos Camus
y Sartre nos tenían agarrados de los huevos?
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Qué manera miserable de perder el tiempo -dijo César- ¿Acaso una mujer o un
hombre nacidos en el campo tienen crisis existenciales que los empujen a
quitarse la vida de un balazo, como los europeos que andan en búsqueda de
guerras para ganarle un kilómetro cuadrado al vecino? Esperando, pacientemente que
un sujeto desconocido, detrás de una mira telescópica, le despachen al otro
lado, liberándoles del yugo de su alma cobarde, de ese espantoso segundo que
dura siglos a la hora de jalar el gatillo… ¡ufff! qué alivio: fue por mano
ajena, valiente forma de morir…Por eso recalco que el principal problema del
pobre de estas latitudes es la comida del día siguiente y no el de andar
buscando pistoletazos. Para esto debe arar la tierra, sembrar semillas fecundas
y cruzar los dedos para que los aguaceros milagrosos hagan su trabajo. Y eso,
aunque sea contradictorio, les da vida y las mañanas impredecibles se tornan
esperanzas.
- Es lo que estaba de moda en la universidad,
¿se acuerdan? -sostuvo Carlos- ¡Vale la aclaración de César! ¿A qué campesino
en la selva, sierra y costa se le ocurriría cuestionar su existencia, si para
ellos el vivir es una cosa natural? Y la naturaleza, que se pierde en la noche de
la creación de la tierra, se debe respetar. Esa es la concepción de la fuerza
telúrica engendrada desde sus mismas raíces.
- En pocas palabras -intervino el Negro- lo
que el escritor trataba de decirnos es que el hombre que vive apegado a la
tierra es esencialmente telúrico; su ayer, su hoy y su mañana están inmersos en
esas profundidades. Para sobrevivir ellos comprenden que su existencia está
unida a la tierra, su alma está adherida a la piedra y sus raíces llegan al
mismo confín de la corteza terrestre. Desean vivir porque las leyes heredades
de sus padres se deben obedecer del mismo modo que ellos obedecieron a sus
mayores, y sus mayores a sus antecesores. Es la cadena natural que los une a su
pasado. La vida es una ruleta, ¡miren señoras y señores, apuesten que la rueda
gira y gira, ya no hay vuelta atrás, ya no pueden escapar da sus designios:
ganarán o perderán! Nosotros caímos como idiotas en estas filosofías de
individuos que nos vendieron sebo de culebra, nacidos en sociedades tan
antiguas, llenas de vicios, frustraciones y logias arcanas deformantes. Estas
gentes crearon esas corrientes confusas no sólo con el deseo de desbarrancarnos
por el error sino también para entretenernos -a la mala- con el bendito
existencialismo, apoyados por las izquierdas para embrutecernos con su “Ser y
la nada,” al punto de darle más valor a la muerte que a la vida. ¿De qué vale
que hayas nacido si la muerte y la “nada” la tienes a la vuelta de la esquina?
- Y nos arrinconaron en la tierra, en el lodo,
en los truenos, relámpagos, rayos, en la lluvia, en el viento y en la negrura
de la noche - gesticulaba César. Y esa es la vergüenza de ese colorado
intelectual de apellido balcanizado, quien me despreció cuando fui a
preguntarle por los escritores del interior del país y me contestó qué no los
leía porque eran una sarta de escritores plagados de errores. Cómo quisiera que
ahora relea la porquería de sus poesías que escribía en su universidad y ojalá
se ponga más colorado de lo que es. Detestan a los telúricos por una sencilla razón:
por envidia. ¿Con qué cara pueden reclamar estos caballerangos los derechos telúricos
de los provincianos, si nacen en edificios y enrejadas construcciones que los
distancian del agua, del suelo, del aire y del fuego? Eso les lacera el ego, el
no tener ese don natural que tienen los que huelen tierra seca o húmeda al
nacer. Que ven y sienten en sus cuerpos a los ventarrones diabólicos
convertirse en remolinos arrancadores de techos y árboles. O que los árboles añejos
caminen de noche y conversen entre ellos. O que las luciérnagas guíen viajeros
nocturnos perdidos por intrincados caminos. O los gritos desesperados de lechuzas
anunciando la muerte de algún escogido para que encomiende su espíritu a todos
los santos. O el ruido seco y solapado del reptar de las culebras que salen de
sus cuevas amparadas por la oscuridad a buscar comida o aparearse. O a las quejumbrosas
noches, alborotadas y agitadas, preguntándose: ¿por qué temen a las noches, si
las noches son parte de la creación?
- César, actualmente el “yo” de ese colorado
contumaz y retorcido debe ser del tamaño de la catedral, pero no nos debe
embargar las penas -siguió Carlos- y mucho menos nos desanimemos por estas
minucias. Las ventajas de nuestras querencias a la tierra nos dan, con creces,
lo que a ellos les falta: vivir en el justo medio de la vida y de la muerte,
que por momentos -entre cánticos y aleluyas salidos de la profundidad de la
tierra- nos hacen sentir inmortales. En cambio, ellos, esos ególatras supinos
-como el colorado- son sordos, ciegos, embrutecidos minotauros galopando en
ciudades pintadas de blanco, con calles intrincadas parecidas a los laberintos de
Creta -sin salvación- porque no tendrán un Teseo a la medida que logre guiarles
a la puerta de escape: morirán atropellados, amontonados unos sobre otros, asfixiados
por la hediondez de sus propias carnes.
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El piso nos quedó grande. Pagamos caro nuestra candidez. Jugamos limpio. ¡Qué
cojudos hemos sido, amén! - cortó el negro.
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No, Negro, amén es un aceptar. Y nosotros, si bien ya somos sesentones, tenemos
la suficiente entereza para seguir luchando. Tú nos inyectaste ese convencimiento
y a la hora de la hora, ¿nos quieres dejar a la deriva? ¡Qué desfachatez! - le
recriminó Carlitos.
- Renuente, hombre, renuente. Selvático obtuso
-respondió hecho un energúmeno el Negro- Terminé con el amén, no en el sentido
que tú le has dado, sino para acabar con las divagaciones y estudiar la forma
que el escritor se deje llevar para su bien antes que la mazorca que nos une se
quede sin granos, y eso sí que es el final. Si bien los lustros o las décadas se
nos han escabullido por la delantera, por la trasera o por los flancos, uno
lucha hasta el último resuello. Y ese noble principio no ha desaparecido de mi cabeza,
¡so pedazo de jumento! Seguiremos y no doblaremos las rodillas ante la nueva
arremetida de la intelectualidad limeña. A estas alturas se han fortalecido con
nuevas técnicas de escritura urbana, llenas de aeropuertos y personajes
entremezclados -que tan prestos están en
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Ellos podrán ufanarse - intervino César- y reír a lo grande. En el fondo, es la
envidia lo que les carcome el cerebro, pues los temas literarios se les están
agotando.
- No nos confundamos - replicó Carlos- con las palabras superficiales de César, que
esta gente tiene más vida que los gatos. Recordemos que las riendas las tienen soldadas
a los huesos, no dejarán de manejar lo que para ellos es el ego exacerbado.