jueves, 5 de noviembre de 2020

La cachema aculantrada y otros potajes

Y dale y dale otra vez, y otra vez metiendo mis narices entre los hervores y vapores salidos de las ollas trajinadas. Les confieso que de repente son manías olfativas repetitivas. Pero les ruego que no se aprovechen de ellas ni me muestren sus disfuerzos ni desperdiguen comentarios insulsos sobre mi ansiedad desmedida de andar destapando ollas trajinadas. Reverenciar ollas trajinadas no es ofender a ningún cristiano. Las llamo así por ese sello de tizne negro que lucen orgullosa, tizne negro indeleble que ni los más sofisticados detergentes ni formulas antiguas de ceniza y limón ni tuzas milenarias lograrían desaparecer. Sí de condecoraciones hablaríamos estas honorables ollas amansadas merecerían la Orden en Grado Mayor del Tizne Negro impuesta, lógicamente, por el Gran Canciller de la Cofradía del Cucharon de Palosanto. Pero dejemos a las ollas en paz y enfoquémonos en las manos que mueven los cucharones de madera: también merecerían premios. Desde mi perspectiva, las manos norteñas tienen su ligazón con los tallanes; si no, ¿de dónde hemos heredado ese arte culinario y ese afán consuetudinario por experimentar con mezclas, usar amplia gama de hierbas y especias que nos ofrece la naturaleza para resaltar sabores y olores mágicos escondidos entre las carnes y los pescados? De las críticas no me salvaré esta vez, pero no importa: estoy defendiendo los platos populares servidos en las fondas, muchas de ellas de techo rústico y piso de tierra apisonada. Y de uso diario en muchos hogares en Sullana y, sin embargo, para envidia de muchos, tienen su distinción y elegancia. Y no nos desesperemos: poco a poco ocuparán su lugar en los restaurantes de línea de bandera dentro de esta capital muy dada a la búsqueda de nuevos sabores para sus paladares exquisitos.

Pero siempre habrá quien lance su voz al cielo y reclame: ¿qué le pasa a este sullanero? ¿Estará loco de remate? ¡Pero qué atrevimiento! ¿Será posible que atisbe a una cachema aculantrada ocupando un lugar donde un lenguado es el rey? ¿No estará condenada a ser reina en la mesa de los huariques? Yo contestaría que sí y que no, porque, al final, el paladar es el que decide este u otro plato, ni más ni menos. Así de transparente y sincero soy. Luego no me tergiversen o me vengan con otras connotaciones. La democracia también se da en la cocina, no lo olvidemos. Así que dejemos a nuestra cachema aculantrada que se abra cancha y por sí sola se haga sentir con su sabor exquisito, sin ofender a nadie, que los merecimientos le sobran. Nuestro acervo culinario no es estático, está en constante movimiento, es como un devenir histórico donde todo encaja casi a la perfección y que se va registrando silenciosamente en una especie de recetarios secretos guardados bajo los batanes de las abuelas.

Un pueblo que hace de la cocina un arte es porque, en el fondo, es feliz pese a sus carencias. Disfrutar de la comida no es malo, no es glotonería ni es un pecado concebido, así me lo enseñaron mis antepasados infinidad de veces. Bajo estas premisas, entonces, la cachema aculantrada seguirá su camino triunfal y algún día un sullanero entrará, sereno y orgulloso, a compartir su cahemita en un restaurante gourmet. Ojo, ojo: posteriormente no me acusen los cordon blue limeños de ser un vulgar levantador de masas. Porque lo que estoy escribiendo es un ver, tal como se la juegan los niños en su juego de canicas, y un ver es tentar al futuro, nada más. Por favor, guarden sus energías valiosas, no es necesario enfadarse. Las aguas están tranquilas.

Las recetas de la cachema aculantrada son parecidas: ingredientes más por aquí, ingredientes menos por acá, determinan las características de cada sazón. Datos más precisos no los voy a proporcionar: el hacerlo sería un acto de alta traición y mi espíritu noble no está dispuesto a denigrarse. Respetos son respetos. Guardemos las distancias y no nos convirtamos en espías culinarios. Ya bastantes curiosos andan merodeando por estos rincones del mundo tomando fotos, contratando escuchas, ofreciendo trabajos y arrebatando -con oropeles falsos- recetas exquisitas que les costaría cientos de años metidos en la cocina. Bueno sería que estos personajes les abrieran a mis paisanos -como compensación- las puertas de sus cocinas criogénicas y les muestren las maquinarias y menajes de punta de la alta cocinería. Estas nuevas tecnologías les permitirían ampliar conceptos que, estoy seguro, los tienen en mente, pero que nunca los escucharon en clases didácticas: el porqué de la preservación de los alimentos, la importancia de abaratar costos de producción, la higiene, la logística, la conservación de los bosques y el uso de energía amigable con el medio ambiente. Esta transferencia de tecnología les serviría al menos para bajar un poco sus egoísmos y aliviarse de lastres pesados que los tienen maniatados en la tierra del mejor todo para mí. Y el todo para mí es mercantilismo. El toma y daca es lo que regirá en adelante: yo te ayudo con esta receta y tú me ayudas en la preservación de alimentos, por ejemplo. Recordemos, señores, que nada es gratis, todo tiene un valor. Las compensaciones tienen un peso importante. No maten las gallinas de los huevos de oro.

Ha pasado un año, desde que publiqué mi artículo Dilemas Culinarios. Un año, ¡Dios mío!, un año de largo. Como quien dice: ahora ya estoy un año más viejo; o madurito, por decirlo suave. Todo por culpa de una pestañeada no contabilizada, o una coma de largo aliento. Las explicaciones previas siempre me han gustado: allanan las vías de comunicación, sin necesidad de grandes preámbulos. Así que aquí estamos de regreso: enchufado y defendiendo, como el último guerrero tallán el recetario gastronómico de los antepasados. La riqueza culinaria de Sullana es inacabable. ¿Y saben por qué? Por la generosidad de su valle y el carácter de su gente forjado en arenales y médanos que, cual míticos calderos, les posibilitan con sus variables temperaturas, potajes y manjares para los paladares de dioses elegidos. Esto último es una exageración, pero, ¿qué culpa tenemos nosotros si al saborear esos platos nos sentimos dioses elegidos? Y a los grandes maestros de la cocinería esto les debe sonar extraño o grandilocuente, o exagerado. El truco reside en no dar bola a estos comentarios. Sabemos perfectamente que sin la comida provinciana su futuro sería incierto. Ah, y no apaguen la luz, que aún queda en el tintero la pregunta de rigor:  

- Oigan, señores “cordon bleu”, ¿y la cachemita aculantrada?

 
Eduardo Borrero Vargas
Lima, sábado 05 de mayo del 2012
Artículo publicado en la edición Nº 66, revista Tallán, Sullana, julio del 2012

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