Y dale y
dale otra vez, y otra vez metiendo mis narices entre los hervores y vapores
salidos de las ollas trajinadas. Les confieso que de repente son manías
olfativas repetitivas. Pero les ruego que no se aprovechen de ellas ni me
muestren sus disfuerzos ni desperdiguen comentarios insulsos sobre mi ansiedad
desmedida de andar destapando ollas trajinadas. Reverenciar ollas
trajinadas no es ofender a ningún cristiano. Las llamo así por ese sello
de tizne negro que lucen orgullosa, tizne negro indeleble
que ni los más sofisticados detergentes ni formulas antiguas de ceniza y limón
ni tuzas milenarias lograrían desaparecer. Sí de condecoraciones hablaríamos
estas honorables ollas amansadas merecerían la Orden
en Grado Mayor del Tizne Negro impuesta, lógicamente, por el Gran
Canciller de la Cofradía del Cucharon de Palosanto. Pero dejemos a
las ollas en paz y enfoquémonos en las manos que mueven los cucharones de
madera: también merecerían premios. Desde mi perspectiva, las manos norteñas
tienen su ligazón con los tallanes; si no, ¿de dónde hemos heredado ese arte culinario
y ese afán consuetudinario por experimentar con mezclas, usar amplia gama de
hierbas y especias que nos ofrece la naturaleza para resaltar sabores y olores
mágicos escondidos entre las carnes y los pescados? De las críticas no
me salvaré esta vez, pero no importa: estoy defendiendo los platos populares
servidos en las fondas, muchas de ellas de techo rústico y piso de tierra
apisonada. Y de uso diario en muchos hogares en Sullana y, sin embargo, para
envidia de muchos, tienen su distinción y elegancia. Y no nos desesperemos:
poco a poco ocuparán su lugar en los restaurantes de línea de bandera dentro de
esta capital muy dada a la búsqueda de nuevos sabores para sus paladares
exquisitos.
Pero
siempre habrá quien lance su voz al cielo y reclame: ¿qué le pasa a este
sullanero? ¿Estará loco de remate? ¡Pero qué atrevimiento! ¿Será posible que
atisbe a una cachema aculantrada ocupando un lugar donde
un lenguado es el rey? ¿No estará condenada a ser reina en la mesa de
los huariques? Yo contestaría que sí y que no, porque, al final, el
paladar es el que decide este u otro plato, ni más ni menos. Así de
transparente y sincero soy. Luego no me tergiversen o me vengan con otras
connotaciones. La democracia también se da en la cocina, no lo olvidemos. Así
que dejemos a nuestra cachema aculantrada que se abra
cancha y por sí sola se haga sentir con su sabor exquisito, sin ofender a
nadie, que los merecimientos le sobran. Nuestro acervo culinario no es
estático, está en constante movimiento, es como un devenir histórico donde todo
encaja casi a la perfección y que se va registrando silenciosamente en una
especie de recetarios secretos guardados bajo los batanes de las
abuelas.
Un pueblo
que hace de la cocina un arte es porque, en el fondo, es feliz pese a sus
carencias. Disfrutar de la comida no es malo, no es glotonería ni es un pecado
concebido, así me lo enseñaron mis antepasados infinidad de veces. Bajo estas
premisas, entonces, la cachema aculantrada seguirá su
camino triunfal y algún día un sullanero entrará, sereno y orgulloso, a
compartir su cahemita en un restaurante gourmet. Ojo, ojo: posteriormente
no me acusen los cordon blue
limeños de ser un vulgar levantador de masas. Porque lo que estoy
escribiendo es un ver, tal como se la juegan los niños en su juego de
canicas, y un ver es tentar al futuro, nada más. Por favor, guarden
sus energías valiosas, no es necesario enfadarse. Las aguas están tranquilas.
Las
recetas de la cachema aculantrada son parecidas: ingredientes más por
aquí, ingredientes menos por acá, determinan las características de cada sazón.
Datos más precisos no los voy a proporcionar: el hacerlo sería un acto de
alta traición y mi espíritu noble no está dispuesto a denigrarse. Respetos son
respetos. Guardemos las distancias y no nos convirtamos en espías
culinarios. Ya bastantes curiosos andan merodeando por estos rincones
del mundo tomando fotos, contratando escuchas, ofreciendo trabajos y
arrebatando -con oropeles falsos- recetas exquisitas que les costaría
cientos de años metidos en la cocina. Bueno sería que estos personajes les
abrieran a mis paisanos -como compensación- las puertas de sus cocinas
criogénicas y les muestren las maquinarias y menajes de punta de la alta
cocinería. Estas nuevas tecnologías les permitirían ampliar conceptos que,
estoy seguro, los tienen en mente, pero que nunca los escucharon en clases didácticas:
el porqué de la preservación de los alimentos, la importancia de abaratar
costos de producción, la higiene, la logística, la conservación de los bosques
y el uso de energía amigable con el medio ambiente. Esta transferencia de
tecnología les serviría al menos para bajar un poco sus egoísmos y aliviarse de
lastres pesados que los tienen maniatados en la tierra del mejor todo para
mí. Y el todo para mí es mercantilismo. El toma y
daca es lo que regirá en adelante: yo te ayudo con esta receta y tú me ayudas
en la preservación de alimentos, por ejemplo. Recordemos, señores, que nada es
gratis, todo tiene un valor. Las compensaciones tienen un peso importante. No
maten las gallinas de los huevos de oro.
Ha pasado
un año, desde que publiqué mi artículo Dilemas Culinarios. Un
año, ¡Dios mío!, un año de largo. Como quien dice: ahora ya estoy un año más
viejo; o madurito, por decirlo suave. Todo por culpa de una pestañeada no
contabilizada, o una coma de largo aliento. Las explicaciones previas siempre
me han gustado: allanan las vías de comunicación, sin necesidad de grandes
preámbulos. Así que aquí estamos de regreso: enchufado y defendiendo, como el
último guerrero tallán el recetario gastronómico de los antepasados. La
riqueza culinaria de Sullana es inacabable. ¿Y saben por qué? Por la
generosidad de su valle y el carácter de su gente forjado en arenales y médanos
que, cual míticos calderos, les posibilitan con sus variables temperaturas,
potajes y manjares para los paladares de dioses elegidos. Esto último es una
exageración, pero, ¿qué culpa tenemos nosotros si al saborear esos platos nos
sentimos dioses elegidos? Y a los grandes maestros de la
cocinería esto les debe sonar extraño o grandilocuente, o exagerado. El
truco reside en no dar bola a estos comentarios. Sabemos perfectamente que sin
la comida provinciana su futuro sería incierto. Ah, y no apaguen la luz, que
aún queda en el tintero la pregunta de rigor:
- Oigan,
señores “cordon bleu”, ¿y la cachemita aculantrada?