Sucede que las voces repentinas
son más livianas que las hojas de otoño, vuelan lejos, tan lejos que con
seguridad son semejantes a los recuerdos que se aposentan en nuestros cerebros,
sin ser invitados. Así razonaba el viejo lengua de trapo, en su estrecho
departamento de Lima. Al parecer, conocía el juego del reloj del tiempo y
retrocedió su reloj interno -asegura que es Longines legítimo- hasta
encontrarse rodeado de sus amistades en la Plazoleta principal de Sullana.
Amigos, hemos vuelto a nuestro pueblo escapándonos de esa Lima con olor a trapo
húmedo y de colores grisáceos aplastantes. Al fin, los rayos del sol nos
calentarán las osamentas, nuestras neuronas reprocesadas y agilizadas nos
traerán vivencias que ya creíamos perdidas. Así es que al haber retrocedido al
siglo veinte, gozaremos de la magia de este pueblo levantado en los linderos de
los arenales y de los murmullos del río Chira. Somos testigos de que en este
pueblo sucedieron hechos de trascendencia mundial. De nuestra generación, solo quedamos
nosotros, los demás, gozan de su bien merecido sueño eterno. En este cambio de
escenario, veremos circular sombras. Esas sombras no son dañinas, dejémoslas
dar vueltas en sus propios espacios, total, daño a nadie harán. Entonces, sin
más que temer, retomemos nuestro parloteo. Quedamos que en nuestro pueblo
sucedieron hechos culturales de relevancia mundial y que las nuevas
generaciones des conocen por dejadez o porque los padres no les trasvasaron
oportunamente a los hijos o porque los medios de comunicación, por intereses
nada cristianos, los dejaron de publicitar. Estos hechos culturales
desembocarían en el olvido absoluto o en lo que los sociólogos, muy sabios
ellos, llaman olvidos históricos convenientes.
Así es que nuestra icónica
celebración de la feria de Reyes, al ser tachada de la memoria colectiva de los
pobladores, colaboró a que desaparecieran de las ondas radiales: las voces de
los charros, la de los cantantes criollos, la de las cumbias colombianas, la de
los rockeros, la de los boleristas, las de la nueva ola, la de los pasillos
quejumbrosos y las de cuanto cantante pasó por los escenarios levantados con
caña de Guayaquil y caña Brava. Y es así que -aunque a la distancia muchos lo
tomarían como una tomadura de pelo- hubo semanas de divos acompañadas con
incidencias jocosas, por no decir ridículas, hasta cierto punto, no vale herir
susceptibilidades. Luismi el Sol de México y Rafael, el Ruiseñor, sí señores
incrédulos, el de la balada de la Trompeta. Ellos dejaron sus huellas y las
carretillas y los burros que fueron usados para vencer la quebrada del barrio
Buenos Aires, se exhiben con orgullo en la municipalidad, en un rincón, burdo
pero aseado, llamado Museo de las Estrellas. La diligente dama vestida de
Capullana, que perennemente está parada junto a este rincón de la memoria, con
un megáfono llama a los pocos interesados en sucesos pasados, para que sean
testigos de lo que el impertinente Fenómeno del Niño puede ocasionar con sus
aguas de nunca acabar.
Y cuando le preguntan por las
fotos registrales, ella la Capullana, cándidamente responde: Están a buen
recaudo en las casas de los alcaldes y regidores, quienes han formado sus
propios museos para disfrute particular de sus familiares. No sé la razón, pero
algunas de ellas pasaron ligeras por mis manos y las dejé ir, antes que las
autoridades se enteraran y yo terminara en el calabozo, con un expediente de
varios documentos cosidos burdamente a mano, en el que por mil triquiñuelas y
mil folios me acusarían de vil ladrón y saqueador de la cultura sullanera.
Pero no me importa, considerando
que mi memoria intangible no envejece, mis fotografías mentales me muestran a
un Luismi y a un Rafael, temerosos y empapados hasta los tuétanos, sujetos a
las barandas de triciclos desvencijados, en medio de oleajes amenazantes,
empujados por hombres fornidos, hasta alcanzar las puertas del legendario
estadio municipal “Campeonísimos del 36”. Y cantaron a la rústica, en tribunas
sin acústica, con altoparlantes cuyos sonidos rebotantes en la loma de Mambré,
quebrada de Curumuy y cerros de Amotape, creaban una perfecta triangulación
para desfrute de todos los pobladores de la zona. Y la gente desbordada de
emociones replicaba con cadencia los falsetes de Rafael y la voz tierna de un
iluminado Luismi. Tantas fechas han pasado que muy pocos sullaneros de esa
época sobrevivimos, para seguir contando estos hechos rayanos a lo increíble.
Sería innecesario confirmarles, por bien de todos, que lo que les he
manifestado líneas arriba, es una verdad irrefutable o es una mentira contada
con los ojos abiertos, o que las voces del pasado me capturaron.