Corría el año 1957.
Juanito, desde el primer día del mes, estaba inquieto. Sus bolsillos de tocuyo,
sin monedas, sonaban a campanas sin badajo. Había visto por el centro de
Sullana, que en el escaparate de la tienda “La delicia de los niños” del señor
Plutarco Reyes, un caballito de cuerda que imaginariamente creía que era
verdadero y que si llegaba a sus manos crecería y orondo se pasearía todos los
días por los arenales donde él vivía, para envidia de todos los vecinos.
Faltaban tres días para el domingo 6 de enero, día central de la feria de Reyes
de Sullana. Juanito también recordaría de paso que el próximo 15 de febrero
saltaría a los 7 años.
El padre, si bien lo
quería a su manera, no cesaba de reñirle por quítame estas pajas. Y la madre,
como gente sencilla que era, siempre retraída en sus mutis, desconocía las
inquietudes de Juanito. Así es que tendría que valerse por sí mismo, para
agenciarse unos centavos y comprar lo que ya tenía pensado. En esos días, se le
dio por fisgonear el campo ferial instalado en el Estadio Municipal de la
ciudad. En sus recorridos escuchó que uno de los visitantes se dirigía a otros:
Oigan, mañana a las diez de la mañana es la carrera de burros. Las apuestas
vuelan. El burro ganador recibirá un premio de doscientos soles, ¿qué les
parece? Buen premio, ¿no? Hay un favorito, pero ya saben que a menudo los
últimos llegan primero. No faltemos y de casualidad hasta podríamos ganarnos
unos centavos gordos.
Juanito, atento a lo oído,
se frotó las manos, sin saber por qué lo hacía. Él era un experto jinete de
burros; desde que amamantaba los burros le eran familiares. Esa noche durmió a
pierna a suelta, ni los mosquitos ni los zancudos le molestaron. Tampoco soñó,
raro en él, ya que todas las noches soñaba algo novedoso. Después de su aseo
personal, se dirigió al campo de batalla. La madre por razones que solo Dios
sabe, esta vez preocupada, le alcanzó algo para que merendara por el camino.
Luego de sortear una tapia, se enseñoreó del Campo Ferial. Se acercó al corral
donde tenían encerrados los cuarenta burros; ellos, al verlo, rebuznaron al
unísono. Juanito, desconcertado ante el comportamiento amigable de los
animales, se sintió triunfador.
El juez de línea, serio y
larguirucho, punto a punto, impartía las reglas a seguir. Los cuarenta burros
se repartirían en grupos de a diez. Los cuatro finalistas, después de un
merecido descanso de treinta minutos, saldrían de la línea de partida. Las
recomendaciones finales del juez fueron: no cruzarse ni tomar acciones temerarias.
Juanito ansioso, se dio cuenta que uno de los propietarios de los burros
discutía con el jinete, quien llevado por el entusiasmo de la fiesta estaba en
un evidente estado de alcoholismo y en lugar de avanzar retrocedía dando
tumbos; el burro, de pelaje negro, sospechando que algo no encajaba, se le dio
por corcovear y morder a todos los que se le acercaban.
Carátula del libro donde se publica "Carrera de burros" |
El dueño, en un acto
suicida, lo quiso montar y terminó de espaldas tirado sobre un montículo de
arena. Juanito no dejó pasar la oportunidad y, por su propio riesgo y voluntad,
se atenazó de las corvas, con el dedo gordo y el segundo dedo del pie, y se
catapultó al lomo del animal, ya apaciguado. Se acomodó con suavidad y se
dirigió a la línea de partida. El dueño con un gesto de aprobación, pidió al
ayudante que lo dejara competir. Juanito, con el burro de lomo negro, llegó a
ser finalista. Corrió la final con fiereza, impulsado por el viento que
extrañamente silbaba por sus orejas, entrando a la meta limpiamente, por lo
menos con cuatro cuerpos de burro de ventaja. El triunfo fue indiscutible.
Juanito, fue avivado, por
el público a rabiar. El juez se acercó y le levantó la mano derecha, dando como
valedero el triunfo de ese niño tan valiente. El corazón de Juanito estaba
acelerado y su respiración denotaba que el aire de sus pulmones se arremolinaba
de satisfacciones. El dueño recibió la recompensa y a Juanito le brillaban sus
ojos de entusiasmo, pensando que de ese monto recibiría una propina justa, la
suficiente para comprar su caballito a cuerdas. El dueño, envanecido por el
triunfo, tomó el dinero y él con su ayudante salieron a celebrar los laureles
en una de las tantas cantinas que circundaban la feria.
Juanito, en su ingenuidad,
lo siguió con la mirada. No tardaría en percatarse que las propinas no caen del
cielo, sino que es un hecho concerniente a la voluntad de los hombres y esta
vez la mala fe había obrado. Se retiró sin ánimos, sin conocer que el destino
lo guardaba para otras cosas más importantes, como el de conocer otros mares,
en los que domaría las olas con su frágil barquito de papel.