Marlon
Obregón llegó a España una década atrás, en un vuelo de Iberia. En su
desaliñada maleta, adquirida de un cachinero, llevaba solo dos mudas de ropa y
papel ajado, para darle una aparente llenura.
El
asustado Marlon cuidaba su pasaporte nuevo con tal celo que, en el vuelo de
Lima con escalas técnicas en Guayaquil, Miami y San Juan, no lo soltaba ni para
ir al baño. Le había costado meses de trabajo y paciencia, levantándose a las
seis de la mañana para obtenerlo; y otros meses más haciendo cola en la Embajada
de España para que lo sellaran con la visa respectiva. Y no sería un descuido
el que lo haría aparecer en manos de los roba pasaportes, advertencia que le
habían hecho sus amigos de Surquillo, en la pollada cuyos fondos le permitirían
adquirir unos cuantos dólares y sobrevivir un par de semanas en Madrid; porque,
ya estando en el lugar, conseguiría por iniciativa propia lo que precisara.
A
partir de ese momento crucial, bajaría al infierno, no al de las llamas eternas
sino al de las llamas crujientes, incompatibles con los vacíos estomacales.
Pero él, fiel a sus sueños de llegar a ser escritor de cuentos contables,
aceptaría con hidalguía este tormento, emulando, según su descalabrada mente, a
quienes habían optado por ese camino hasta ser reconocidos como valederos
hombres de letras. Tal como le habían aconsejado los amigos limeños, fue un
infaltable visitante del parque El Retiro. Allí conoció a la crema y nata de
los marginados de los barrios de Lima; no era raro verlo en polladas,
parrilladas, cantando huaynos, ayudando a vender baratijas; y como amigo de
dibujantes al paso; y de uno en especial, Juaneco, el tetrapléjico que pintaba sobre vidrio, siempre que hubiera
quien le ayudara a ponerle el pincel en la boca y los potes de colores a una
distancia prudencial.
Viendo
que sus pequeños ahorros iban en merma, según pasaban los días, empezó a
inquietarse. Y el qué será de mí le
comenzó a martillar el cerebro con fiereza inusitada. Como los milagros caen de
improviso, sin saber las razones por las que ocurren, a él se le presentaría en
la forma de una anciana empeñada en que su pequeño perro de raza imprecisa
hiciera sus necesidades corporales al pie de un árbol de la transitada Gran
Vía. Presuroso, se acercó a la anciana y le ofreció sus servicios. Parece ser
que ese mediodía del caluroso julio madrileño, el animalito, hastiado de los
sofocos y de las presiones de su anciana ama, se dejó llevar por la mano del
casi desfalleciente escritor en ciernes. Sin analizar el porqué de las
actitudes del animal, lo tiró delicadamente del collar y le dio un par de
vueltas por la cuadra. A los pocos minutos, regresaron al arbolito de la
negación, donde el animalito, libre de acosos, se acomodó mansamente y depositó
su encargo fecal. Maravillada la anciana, con inusitada ligereza para su edad,
le alcanzó una bolsita de plástico. Marlon Obregón, sin proferir palabra alguna
y con un movimiento de manos de prestidigitador de circo, recogió el encargo,
para luego depositarlo en el tacho rotulado: Depósitos Orgánicos.
Esa
anciana sería el primer cliente de la futura profesión que lo salvaría de las
hambrunas consuetudinarias y que, también, le daría los espacios necesarios
para visitar bibliotecas e ir entretejiendo historias, que hacía tiempo le
daban vuelta por su productiva mente. Así es que se hizo un horario para
manipular ocho perros, cubriendo los siete días de la semana, a quienes los
apodó según su postura perruna. Al de las ocho de la mañana, por andariego, lo
nombró Ulises; al de las nueve, doctor Fausto, por su impronta demoníaca; al de
las diez, Narciso, por sus andares refinados; al de las once, Crimen y Castigo,
por atormentado; al de las dos de la tarde, Absalón, por torturador; al de las
tres, Guerra y Paz, por pleitisto; al de las cuatro, Metamorfosis, por su
cuerpo de cucaracha; y por último, al de las cinco lo llamó Cuentos, por su
temperamento cambiante. Entre las mañanas y las tardes se había dejado dos
horas libres, para sus aseos y sus refrigerios.
Era
evidente que el futuro escritor, inteligente como era, había relacionado el
nombre de los perros a su cuidado con el de los autores que uno de sus amigos,
eterno estudiante de literatura de una conocida universidad limeña, le había
anotado de puño y letra en un papel; y que él, para que no se le extraviara tan
valioso tesoro, había claveteado en una de las paredes de su diminuto
departamento ubicado por los extramuros de Madrid. Tales autores en secuencia
eran: Joyce, Mann, Wilde, Dostoievski, Faulkner, Tolstoi, Kafka y Chéjov. Los
años han pasado y sigue empecinado en leer los mismos autores. Sin embargo,
parece ser que su cerebro está a la deriva, por mezclar las lecturas de los
maestros de la narrativa con la de los de autores de libros de adiestramiento
de perros. Como es deducible, más vive pendiente de su glosario de comandos
perrunos. Ya no conversa, sino que ladra. Y sus dedos, convertidos en garras,
rasguñan historias de largo aliento.
Luego
de su labor diaria de adiestrador de perros, sale a visitar las grandes
editoriales. Toca puertas, ventanas, y hasta ha intentado colarse por los
techos. Pero al socavado Marlon Obregón nadie le abre las puertas.
Una
vez, un directivo de esas editoriales, que por casualidad se había hecho tarde
en su oficina, le dio alcance. Al desdichado Marlon se le reviró el corazón de
alegría, pensando que al fin se le abrirían las cortinas de las oportunidades.
Aminoró la marcha. Y sin voltear a mirarlo, le preguntó:
—
¿Tiene interés en mis historias?
—
¿De qué historias me habla? Lo busco para que adiestre a mi mascota.
Marlon se tragó sus inquietudes y retomó su marcha, más silencioso que nunca. El pobre ya no piensa como humano, sino como un apacible narrador canino.