jueves, 10 de diciembre de 2020

Marlon y su vida de perros

Marlon Obregón llegó a España una década atrás, en un vuelo de Iberia. En su desaliñada maleta, adquirida de un cachinero, llevaba solo dos mudas de ropa y papel ajado, para darle una aparente llenura.

El asustado Marlon cuidaba su pasaporte nuevo con tal celo que, en el vuelo de Lima con escalas técnicas en Guayaquil, Miami y San Juan, no lo soltaba ni para ir al baño. Le había costado meses de trabajo y paciencia, levantándose a las seis de la mañana para obtenerlo; y otros meses más haciendo cola en la Embajada de España para que lo sellaran con la visa respectiva. Y no sería un descuido el que lo haría aparecer en manos de los roba pasaportes, advertencia que le habían hecho sus amigos de Surquillo, en la pollada cuyos fondos le permitirían adquirir unos cuantos dólares y sobrevivir un par de semanas en Madrid; porque, ya estando en el lugar, conseguiría por iniciativa propia lo que precisara. 

A partir de ese momento crucial, bajaría al infierno, no al de las llamas eternas sino al de las llamas crujientes, incompatibles con los vacíos estomacales. Pero él, fiel a sus sueños de llegar a ser escritor de cuentos contables, aceptaría con hidalguía este tormento, emulando, según su descalabrada mente, a quienes habían optado por ese camino hasta ser reconocidos como valederos hombres de letras. Tal como le habían aconsejado los amigos limeños, fue un infaltable visitante del parque El Retiro. Allí conoció a la crema y nata de los marginados de los barrios de Lima; no era raro verlo en polladas, parrilladas, cantando huaynos, ayudando a vender baratijas; y como amigo de dibujantes al paso; y de uno en especial, Juaneco, el tetrapléjico que pintaba sobre vidrio, siempre que hubiera quien le ayudara a ponerle el pincel en la boca y los potes de colores a una distancia prudencial.

Viendo que sus pequeños ahorros iban en merma, según pasaban los días, empezó a inquietarse. Y el qué será de mí le comenzó a martillar el cerebro con fiereza inusitada. Como los milagros caen de improviso, sin saber las razones por las que ocurren, a él se le presentaría en la forma de una anciana empeñada en que su pequeño perro de raza imprecisa hiciera sus necesidades corporales al pie de un árbol de la transitada Gran Vía. Presuroso, se acercó a la anciana y le ofreció sus servicios. Parece ser que ese mediodía del caluroso julio madrileño, el animalito, hastiado de los sofocos y de las presiones de su anciana ama, se dejó llevar por la mano del casi desfalleciente escritor en ciernes. Sin analizar el porqué de las actitudes del animal, lo tiró delicadamente del collar y le dio un par de vueltas por la cuadra. A los pocos minutos, regresaron al arbolito de la negación, donde el animalito, libre de acosos, se acomodó mansamente y depositó su encargo fecal. Maravillada la anciana, con inusitada ligereza para su edad, le alcanzó una bolsita de plástico. Marlon Obregón, sin proferir palabra alguna y con un movimiento de manos de prestidigitador de circo, recogió el encargo, para luego depositarlo en el tacho rotulado: Depósitos Orgánicos.

Esa anciana sería el primer cliente de la futura profesión que lo salvaría de las hambrunas consuetudinarias y que, también, le daría los espacios necesarios para visitar bibliotecas e ir entretejiendo historias, que hacía tiempo le daban vuelta por su productiva mente. Así es que se hizo un horario para manipular ocho perros, cubriendo los siete días de la semana, a quienes los apodó según su postura perruna. Al de las ocho de la mañana, por andariego, lo nombró Ulises; al de las nueve, doctor Fausto, por su impronta demoníaca; al de las diez, Narciso, por sus andares refinados; al de las once, Crimen y Castigo, por atormentado; al de las dos de la tarde, Absalón, por torturador; al de las tres, Guerra y Paz, por pleitisto; al de las cuatro, Metamorfosis, por su cuerpo de cucaracha; y por último, al de las cinco lo llamó Cuentos, por su temperamento cambiante. Entre las mañanas y las tardes se había dejado dos horas libres, para sus aseos y sus refrigerios.

Era evidente que el futuro escritor, inteligente como era, había relacionado el nombre de los perros a su cuidado con el de los autores que uno de sus amigos, eterno estudiante de literatura de una conocida universidad limeña, le había anotado de puño y letra en un papel; y que él, para que no se le extraviara tan valioso tesoro, había claveteado en una de las paredes de su diminuto departamento ubicado por los extramuros de Madrid. Tales autores en secuencia eran: Joyce, Mann, Wilde, Dostoievski, Faulkner, Tolstoi, Kafka y Chéjov. Los años han pasado y sigue empecinado en leer los mismos autores. Sin embargo, parece ser que su cerebro está a la deriva, por mezclar las lecturas de los maestros de la narrativa con la de los de autores de libros de adiestramiento de perros. Como es deducible, más vive pendiente de su glosario de comandos perrunos. Ya no conversa, sino que ladra. Y sus dedos, convertidos en garras, rasguñan historias de largo aliento.

Luego de su labor diaria de adiestrador de perros, sale a visitar las grandes editoriales. Toca puertas, ventanas, y hasta ha intentado colarse por los techos. Pero al socavado Marlon Obregón nadie le abre las puertas.

Una vez, un directivo de esas editoriales, que por casualidad se había hecho tarde en su oficina, le dio alcance. Al desdichado Marlon se le reviró el corazón de alegría, pensando que al fin se le abrirían las cortinas de las oportunidades. Aminoró la marcha. Y sin voltear a mirarlo, le preguntó:

— ¿Tiene interés en mis historias?

— ¿De qué historias me habla? Lo busco para que adiestre a mi mascota.

Marlon se tragó sus inquietudes y retomó su marcha, más silencioso que nunca.  El pobre ya no piensa como humano, sino como un apacible narrador canino.

Eduardo Borrero Vargas. Derechos reservados.
Artículo publicado en la revista El Tallán Informa, edición 133 marzo 2020.