martes, 15 de diciembre de 2020

Literatura alucinante y apasionante la de Eduardo Borrero Vargas

(Prólogo por Bernardo Rafael Álvarez)

Podrán decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo que –básicamente- la literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema, una novela, diremos: “¡qué lindo!” o “¡qué horrible!” o, quién sabe, “¡qué sublime!”; o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos invada un sentimiento de dolor o de indignación por las cosas que encontramos dichas en el texto leído. Porque, como sabemos, cuando se habla de estética no se alude únicamente a las cosas bellas.

Pero, claro, es posible que el propósito del escritor no sea siempre ese, que sea –por ejemplo- hacer que su obra sea un testimonio (como creyó haberlo logrado Arguedas con su novela Todas las sangres: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que no existe –hay que saberlo- norma, ley o precepto, de ninguna índole, que disponga o mande al respecto. Nada ni nadie tiene autoridad para decirle al escritor: “tu literatura tiene que ser para esto o para lo otro”. La libertad se impone en este terreno. Y esto -estoy convencido- lo sabe Eduardo Borrero Vargas, autor del libro que aquí se presenta. 

Por ello es que cada una de sus producciones literarias tiene una particular característica o cualidad. Hace algún tiempo comenté un libro suyo (Del misterio y otros abismos) y dije que los textos de mini ficción que lo conformaban eran desconcertantes y que, en cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica del teatro de Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que podemos encontrarlo también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya- tiene un propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos estupefactos, y lo ha logrado creando en este libro unos personajes cuyas personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del primer texto), jefe de una banda delincuencial que ingresa en la política con “su oratoria alucinante” y -¡cómo no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y se dispone a “empapelar todo el país” con su propaganda ocasionando “atoro de desagües” y suciedad en los ríos y el mar; hijo de padres que no fueron realmente sus padres, y que, convertido en millonario, en “mérito” a sus actividades fuera de la ley, se perfila, con muchas posibilidades, como un futuro ocupante del sillón presidencial. Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez, identificar con los que –en la vida diaria- ya conocemos (en la política, en los centros de trabajo, en la cultura, etc.).

Diría que es el absurdo -ya “normalizado” e imperante en nuestra realidad- lo que ha llamado la atención de Borrero, incitándolo a ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos complacientes, una suerte de retrato descarnado y sarcástico de una realidad que, viéndola bien, es realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa convertido, de la noche a la mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien, insectos convertidos en unos Gregarios Samsa con apariencias engañosas. ¿No es eso, acaso, lo que vemos en la política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo “normalizado” (o “legitimado”). Personajes, también, como el que da título al volumen, Marlon (“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor hay que recurrir –como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin saber que, así, lo más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el ridículo (en otras palabras: una “vida de perros”).

Eduardo Borrero Vargas nos tiene acostumbrados a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una desconcertante y feliz sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción, poesía, cuento, y esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato, pero al que yo me atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de lo que serían algo así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que está “patas arriba”. Escritura, la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante, y –repito-: para quedarnos estupefactos. Buena literatura. ¡Léanla!

Bernardo Rafael Álvarez

Artículo publicado en la revista El Tallán Informa, edición 133 marzo 2020)

jueves, 10 de diciembre de 2020

Marlon y su vida de perros

Marlon Obregón llegó a España una década atrás, en un vuelo de Iberia. En su desaliñada maleta, adquirida de un cachinero, llevaba solo dos mudas de ropa y papel ajado, para darle una aparente llenura.

El asustado Marlon cuidaba su pasaporte nuevo con tal celo que, en el vuelo de Lima con escalas técnicas en Guayaquil, Miami y San Juan, no lo soltaba ni para ir al baño. Le había costado meses de trabajo y paciencia, levantándose a las seis de la mañana para obtenerlo; y otros meses más haciendo cola en la Embajada de España para que lo sellaran con la visa respectiva. Y no sería un descuido el que lo haría aparecer en manos de los roba pasaportes, advertencia que le habían hecho sus amigos de Surquillo, en la pollada cuyos fondos le permitirían adquirir unos cuantos dólares y sobrevivir un par de semanas en Madrid; porque, ya estando en el lugar, conseguiría por iniciativa propia lo que precisara. 

A partir de ese momento crucial, bajaría al infierno, no al de las llamas eternas sino al de las llamas crujientes, incompatibles con los vacíos estomacales. Pero él, fiel a sus sueños de llegar a ser escritor de cuentos contables, aceptaría con hidalguía este tormento, emulando, según su descalabrada mente, a quienes habían optado por ese camino hasta ser reconocidos como valederos hombres de letras. Tal como le habían aconsejado los amigos limeños, fue un infaltable visitante del parque El Retiro. Allí conoció a la crema y nata de los marginados de los barrios de Lima; no era raro verlo en polladas, parrilladas, cantando huaynos, ayudando a vender baratijas; y como amigo de dibujantes al paso; y de uno en especial, Juaneco, el tetrapléjico que pintaba sobre vidrio, siempre que hubiera quien le ayudara a ponerle el pincel en la boca y los potes de colores a una distancia prudencial.

Viendo que sus pequeños ahorros iban en merma, según pasaban los días, empezó a inquietarse. Y el qué será de mí le comenzó a martillar el cerebro con fiereza inusitada. Como los milagros caen de improviso, sin saber las razones por las que ocurren, a él se le presentaría en la forma de una anciana empeñada en que su pequeño perro de raza imprecisa hiciera sus necesidades corporales al pie de un árbol de la transitada Gran Vía. Presuroso, se acercó a la anciana y le ofreció sus servicios. Parece ser que ese mediodía del caluroso julio madrileño, el animalito, hastiado de los sofocos y de las presiones de su anciana ama, se dejó llevar por la mano del casi desfalleciente escritor en ciernes. Sin analizar el porqué de las actitudes del animal, lo tiró delicadamente del collar y le dio un par de vueltas por la cuadra. A los pocos minutos, regresaron al arbolito de la negación, donde el animalito, libre de acosos, se acomodó mansamente y depositó su encargo fecal. Maravillada la anciana, con inusitada ligereza para su edad, le alcanzó una bolsita de plástico. Marlon Obregón, sin proferir palabra alguna y con un movimiento de manos de prestidigitador de circo, recogió el encargo, para luego depositarlo en el tacho rotulado: Depósitos Orgánicos.

Esa anciana sería el primer cliente de la futura profesión que lo salvaría de las hambrunas consuetudinarias y que, también, le daría los espacios necesarios para visitar bibliotecas e ir entretejiendo historias, que hacía tiempo le daban vuelta por su productiva mente. Así es que se hizo un horario para manipular ocho perros, cubriendo los siete días de la semana, a quienes los apodó según su postura perruna. Al de las ocho de la mañana, por andariego, lo nombró Ulises; al de las nueve, doctor Fausto, por su impronta demoníaca; al de las diez, Narciso, por sus andares refinados; al de las once, Crimen y Castigo, por atormentado; al de las dos de la tarde, Absalón, por torturador; al de las tres, Guerra y Paz, por pleitisto; al de las cuatro, Metamorfosis, por su cuerpo de cucaracha; y por último, al de las cinco lo llamó Cuentos, por su temperamento cambiante. Entre las mañanas y las tardes se había dejado dos horas libres, para sus aseos y sus refrigerios.

Era evidente que el futuro escritor, inteligente como era, había relacionado el nombre de los perros a su cuidado con el de los autores que uno de sus amigos, eterno estudiante de literatura de una conocida universidad limeña, le había anotado de puño y letra en un papel; y que él, para que no se le extraviara tan valioso tesoro, había claveteado en una de las paredes de su diminuto departamento ubicado por los extramuros de Madrid. Tales autores en secuencia eran: Joyce, Mann, Wilde, Dostoievski, Faulkner, Tolstoi, Kafka y Chéjov. Los años han pasado y sigue empecinado en leer los mismos autores. Sin embargo, parece ser que su cerebro está a la deriva, por mezclar las lecturas de los maestros de la narrativa con la de los de autores de libros de adiestramiento de perros. Como es deducible, más vive pendiente de su glosario de comandos perrunos. Ya no conversa, sino que ladra. Y sus dedos, convertidos en garras, rasguñan historias de largo aliento.

Luego de su labor diaria de adiestrador de perros, sale a visitar las grandes editoriales. Toca puertas, ventanas, y hasta ha intentado colarse por los techos. Pero al socavado Marlon Obregón nadie le abre las puertas.

Una vez, un directivo de esas editoriales, que por casualidad se había hecho tarde en su oficina, le dio alcance. Al desdichado Marlon se le reviró el corazón de alegría, pensando que al fin se le abrirían las cortinas de las oportunidades. Aminoró la marcha. Y sin voltear a mirarlo, le preguntó:

— ¿Tiene interés en mis historias?

— ¿De qué historias me habla? Lo busco para que adiestre a mi mascota.

Marlon se tragó sus inquietudes y retomó su marcha, más silencioso que nunca.  El pobre ya no piensa como humano, sino como un apacible narrador canino.

Eduardo Borrero Vargas. Derechos reservados.
Artículo publicado en la revista El Tallán Informa, edición 133 marzo 2020.

martes, 8 de diciembre de 2020

Carrera de burros

Corría el año 1957. Juanito, desde el primer día del mes, estaba inquieto. Sus bolsillos de tocuyo, sin monedas, sonaban a campanas sin badajo. Había visto por el centro de Sullana, que en el escaparate de la tienda “La delicia de los niños” del señor Plutarco Reyes, un caballito de cuerda que imaginariamente creía que era verdadero y que si llegaba a sus manos crecería y orondo se pasearía todos los días por los arenales donde él vivía, para envidia de todos los vecinos. Faltaban tres días para el domingo 6 de enero, día central de la feria de Reyes de Sullana. Juanito también recordaría de paso que el próximo 15 de febrero saltaría a los 7 años.

El padre, si bien lo quería a su manera, no cesaba de reñirle por quítame estas pajas. Y la madre, como gente sencilla que era, siempre retraída en sus mutis, desconocía las inquietudes de Juanito. Así es que tendría que valerse por sí mismo, para agenciarse unos centavos y comprar lo que ya tenía pensado. En esos días, se le dio por fisgonear el campo ferial instalado en el Estadio Municipal de la ciudad. En sus recorridos escuchó que uno de los visitantes se dirigía a otros: Oigan, mañana a las diez de la mañana es la carrera de burros. Las apuestas vuelan. El burro ganador recibirá un premio de doscientos soles, ¿qué les parece? Buen premio, ¿no? Hay un favorito, pero ya saben que a menudo los últimos llegan primero. No faltemos y de casualidad hasta podríamos ganarnos unos centavos gordos.

Juanito, atento a lo oído, se frotó las manos, sin saber por qué lo hacía. Él era un experto jinete de burros; desde que amamantaba los burros le eran familiares. Esa noche durmió a pierna a suelta, ni los mosquitos ni los zancudos le molestaron. Tampoco soñó, raro en él, ya que todas las noches soñaba algo novedoso. Después de su aseo personal, se dirigió al campo de batalla. La madre por razones que solo Dios sabe, esta vez preocupada, le alcanzó algo para que merendara por el camino. Luego de sortear una tapia, se enseñoreó del Campo Ferial. Se acercó al corral donde tenían encerrados los cuarenta burros; ellos, al verlo, rebuznaron al unísono. Juanito, desconcertado ante el comportamiento amigable de los animales, se sintió triunfador.

El juez de línea, serio y larguirucho, punto a punto, impartía las reglas a seguir. Los cuarenta burros se repartirían en grupos de a diez. Los cuatro finalistas, después de un merecido descanso de treinta minutos, saldrían de la línea de partida. Las recomendaciones finales del juez fueron: no cruzarse ni tomar acciones temerarias. Juanito ansioso, se dio cuenta que uno de los propietarios de los burros discutía con el jinete, quien llevado por el entusiasmo de la fiesta estaba en un evidente estado de alcoholismo y en lugar de avanzar retrocedía dando tumbos; el burro, de pelaje negro, sospechando que algo no encajaba, se le dio por corcovear y morder a todos los que se le acercaban.

Carátula del libro donde se
publica "Carrera de burros"

El dueño, en un acto suicida, lo quiso montar y terminó de espaldas tirado sobre un montículo de arena. Juanito no dejó pasar la oportunidad y, por su propio riesgo y voluntad, se atenazó de las corvas, con el dedo gordo y el segundo dedo del pie, y se catapultó al lomo del animal, ya apaciguado. Se acomodó con suavidad y se dirigió a la línea de partida. El dueño con un gesto de aprobación, pidió al ayudante que lo dejara competir. Juanito, con el burro de lomo negro, llegó a ser finalista. Corrió la final con fiereza, impulsado por el viento que extrañamente silbaba por sus orejas, entrando a la meta limpiamente, por lo menos con cuatro cuerpos de burro de ventaja. El triunfo fue indiscutible.

Juanito, fue avivado, por el público a rabiar. El juez se acercó y le levantó la mano derecha, dando como valedero el triunfo de ese niño tan valiente. El corazón de Juanito estaba acelerado y su respiración denotaba que el aire de sus pulmones se arremolinaba de satisfacciones. El dueño recibió la recompensa y a Juanito le brillaban sus ojos de entusiasmo, pensando que de ese monto recibiría una propina justa, la suficiente para comprar su caballito a cuerdas. El dueño, envanecido por el triunfo, tomó el dinero y él con su ayudante salieron a celebrar los laureles en una de las tantas cantinas que circundaban la feria.

Juanito, en su ingenuidad, lo siguió con la mirada. No tardaría en percatarse que las propinas no caen del cielo, sino que es un hecho concerniente a la voluntad de los hombres y esta vez la mala fe había obrado. Se retiró sin ánimos, sin conocer que el destino lo guardaba para otras cosas más importantes, como el de conocer otros mares, en los que domaría las olas con su frágil barquito de papel.

Eduardo Borrero Vargas
Lima, viernes 16 de setiembre del 2016
Derechos reservados. –
 (Antología “Andando en cuentos” Editorial Vicio Perpetuo
Colección Bicentenario Pag.86, 87, 88)

viernes, 4 de diciembre de 2020

Marlon y su vida de perros: El des-Cuento.

Escribe: Ricardo Musse Carrasco
Crítico literario

El relato se cuenta. El contar con vocablos. Optar por abecedarios, morfologías, sintaxis y semánticas infinitas. El demiurgo entonces debe delimitar el espacio ficcional. Pues, las palabras - con sus ilimitadas mezclas y combinaciones - se resisten a ocupar los linderos de los cuerpos textuales.

El cuentista asume que debe contar; sin embargo, deben reacomodar- se los relatos de otro modo; desoyendo la sonoridad convencional del inicio/nudo/desenlace; explorando, descomponiendo estructuras discursivas; que cada línea (volcada sobre el texto) se esmere en absorber y no expresar, locuazmente, acciones que -precisamente y detalladamente- Cuenten; quizás, por eso, los relatos de Eduardo Borrero Vargas insuflan la sensación de que no se está Contando sino, todo lo contrario, se está des-Contando, como que todo -manía aberrante- lo cuenta para atrás, con el sentido invertido del razonamiento escritural; pues, parece que él ha nacido -como uno de sus atípicos personajes- en sentido inverso, reordenando, sucesivamente en una secuencia contraria al orden establecido por el canon discursivo.

La prosa más que narrar, noticia; esto es, anuncia datos y referencias que, a medida, que se despliegan denotativamente, van relatando el des-Cuento.

Los des-Cuentos de Eduardo Borrero Vargas albergan, sarcásticamente, señalamientos éticos: Un Ángel Donis, con prontuarios criminológicos, en las vísperas de ser Presidente de la República; Benicio enclaustrado, autómata y, luego, colaborador dentro de una burocracia deliberadamente deshumanizadora; Matías, el nieto de Celina (álter ego del Escritor) desviándose de lo que se pondera normal des-Contando -contando para atrás los números-; un ágrafo bibliotecario alérgico a la cultura y el martirologio del lector Memo; un germánico herr Floris que desacata, peligrosamente, el orden y, por ende, confinado en sus caos psiquiátricos; Marlon Obregón, el aspirante a escritor de cuentos contables arriba a la Madre Patria para terminar, frustrantemente, cautelando canes; el proxeneta y beodo Sánchez que huye del reclusorio rodeado de la libertaria hediondez para metamorfosearse en Burgomaestre; Remigio Malpartida, febril imaginador de historias abismado en un universo totalmente dislocado; Teodosio, remolón y adicto a las historietas de Supermán; un cajero (máquina utilitaria) de supermercado, embrutecido por la rutina y refugiado en el firmamento digital desatiende el encuentro humanizado de Marixa Orbegoso.

Eduardo Borrero Vargas, como hacedor textual (novelista, cuentista y aedo) es también un Descontador, es decir, un contador de cuentos no contables, un Escritor innovador que va des-Contando mientras nos cuenta el absurdo -ya normalizado e imperante en nuestra realidad-.

La Perla del Chira, 07 de junio de 2019.

Artículo publicado en la edición Nº 130, revista “Tallán Informa” Sullana, julio del 2019