Solmar nació junto al mar, pero olía a vainilla. Y yo no
quería importunarla con preguntas sobre esta peculiaridad, temeroso de que me
diera una respuesta salida de tono de las que normalmente utilizaba cuando no
quería dar razón de algo relacionado a su personalidad. Un día, mientras ella
dormía acurrucada en su cama, me atreví a probarla y le pasé la punta de mi
lengua sobre su piel cálida para descubrir cuál era su secreto. Mi razón lógica
se inclinaba a que, si una persona olía a vainilla, su piel indefectiblemente
debería tener un sabor dulzaino. En medio de estas dudas -de que si se
despierta o no se despierta- acerqué mis labios a su piel y la probé con la
punta de la lengua; dos veces, para estar completamente seguro de su sabor.
Gracias a Dios, que Solmar siguió profundamente dormida y
yo a su costado la miraba desconcertado, al constatar que mis teorías se
derrumbaban: el sabor de ella era agrio como la cáscara de las naranjas agrias
que usaba en su repostería. Retrocedí a mi cuarto y en la penumbra traté de
hacer memoria: ¿Desde cuándo se le dio por la repostería?, si su madre la dejó
pequeña, hará unos siete años atrás, en ese accidente en que el avión se fue de
narices en la pista de aterrizaje. Desde ese día fui padre y madre. Aprendió a
leer rápidamente y todos los días la llevaba y la recogía del colegio. La quise
convencer para contratar la movilidad escolar pero no quiso, por más argumentos
empleados, válidos o tirados de los pelos.
Un día, de regreso del colegio, me comentó con toda
naturalidad: tengo secretos que contarte, pero mi mamá me dice que esos
secretos solo son entre ella y yo. No lo tomes a mal, ya la convenceré para que
tú también los compartas, ¿qué te parece, papi? Y de ahí hasta llegar a la
casa, cantó canciones que él nunca antes había escuchado. El comentario vertido
por Solmar no lo inmutó. Él sabía que la imaginación infantil es de por sí
desbordante. De niño, él también creaba personajes, juegos solitarios, hablaba
con amiguitos salidos de los rincones de la noche, enanos, ciudades flotantes y
mares que llegaban a los confines de la tierra. No le contestó nada, esperando
que ella tuviera más edad para confesarle que la entendía, porque él también
había sido hijo único.
Solmar, un día, después de cenar, me pidió: mañana por la
noche, cuando ya esté dormida ven a mi dormitorio y hablaremos con mamá. Cumplí
sus deseos y ahí estuve. La vi dormida, le cogí las manos y el tiempo discurrió
a borbotones entre sus dedos. Visité, como cuando era niño, mundos paralelos y
entre ellos el transitar de tantas figuras familiares. Por momentos, dudaba en
soltar sus manos o seguir aferrado a ellas, para continuar gozando de esos
mundos tan lejanos y tan cercanos a la vez. Conmocionado, me levanté, arropé a
Solmar y fui a tratar de conciliar el sueño; para mis adentros, pensé: mañana
será un día sobrecargado.
Al día siguiente, logró levantarse a tiempo. Dejó a Solmar
en el colegio y apresurado tomó la línea de ómnibus que lo dejaba a una cuadra
del trabajo. Ya al atardecer, al ingresar a casa, se vio a sí mismo sentado en
la mesa del comedor con Solmar y atónito se preguntó cómo es que se había
podido desdoblar en dos. De pronto, su memoria, que lo había abandonado,
decidió regresar por sí sola. Recordó que él ya tenía noventa y cinco años, que
era un viejo que apenas podía valerse por sí solo, y que su memoria regresiva
le había puesto en ese aprieto. ¿Cómo explicarse, a su edad avanzada, esa
superposición de dos tiempos paralelos en uno solo?
No quiso romper esa magia y los dejó hablar. Entonces
escuchó que su hija Solmar, muerta hacía quince años, le decía: ya ves papi,
¿qué te parecen los secretos que guardo con mi mami? Pronto los compartiremos.
Y en esos momentos, desesperado, quiso acordarse del nombre de su esposa, el de
él y del porqué Solmar olía a vainilla, antes que la memoria se le fugara.
Forzó su memoria y el cerebro nuevamente se le fue enmarañando. Sigue sentado
en un hospital, cuyos ventanales van a dar al mar y las olas batientes despiden
un agradable olor a vainilla.