martes, 12 de enero de 2021

Solmar

Solmar nació junto al mar, pero olía a vainilla. Y yo no quería importunarla con preguntas sobre esta peculiaridad, temeroso de que me diera una respuesta salida de tono de las que normalmente utilizaba cuando no quería dar razón de algo relacionado a su personalidad. Un día, mientras ella dormía acurrucada en su cama, me atreví a probarla y le pasé la punta de mi lengua sobre su piel cálida para descubrir cuál era su secreto. Mi razón lógica se inclinaba a que, si una persona olía a vainilla, su piel indefectiblemente debería tener un sabor dulzaino. En medio de estas dudas -de que si se despierta o no se despierta- acerqué mis labios a su piel y la probé con la punta de la lengua; dos veces, para estar completamente seguro de su sabor.

Gracias a Dios, que Solmar siguió profundamente dormida y yo a su costado la miraba desconcertado, al constatar que mis teorías se derrumbaban: el sabor de ella era agrio como la cáscara de las naranjas agrias que usaba en su repostería. Retrocedí a mi cuarto y en la penumbra traté de hacer memoria: ¿Desde cuándo se le dio por la repostería?, si su madre la dejó pequeña, hará unos siete años atrás, en ese accidente en que el avión se fue de narices en la pista de aterrizaje. Desde ese día fui padre y madre. Aprendió a leer rápidamente y todos los días la llevaba y la recogía del colegio. La quise convencer para contratar la movilidad escolar pero no quiso, por más argumentos empleados, válidos o tirados de los pelos.

Un día, de regreso del colegio, me comentó con toda naturalidad: tengo secretos que contarte, pero mi mamá me dice que esos secretos solo son entre ella y yo. No lo tomes a mal, ya la convenceré para que tú también los compartas, ¿qué te parece, papi? Y de ahí hasta llegar a la casa, cantó canciones que él nunca antes había escuchado. El comentario vertido por Solmar no lo inmutó. Él sabía que la imaginación infantil es de por sí desbordante. De niño, él también creaba personajes, juegos solitarios, hablaba con amiguitos salidos de los rincones de la noche, enanos, ciudades flotantes y mares que llegaban a los confines de la tierra. No le contestó nada, esperando que ella tuviera más edad para confesarle que la entendía, porque él también había sido hijo único.

Solmar, un día, después de cenar, me pidió: mañana por la noche, cuando ya esté dormida ven a mi dormitorio y hablaremos con mamá. Cumplí sus deseos y ahí estuve. La vi dormida, le cogí las manos y el tiempo discurrió a borbotones entre sus dedos. Visité, como cuando era niño, mundos paralelos y entre ellos el transitar de tantas figuras familiares. Por momentos, dudaba en soltar sus manos o seguir aferrado a ellas, para continuar gozando de esos mundos tan lejanos y tan cercanos a la vez. Conmocionado, me levanté, arropé a Solmar y fui a tratar de conciliar el sueño; para mis adentros, pensé: mañana será un día sobrecargado.

Al día siguiente, logró levantarse a tiempo. Dejó a Solmar en el colegio y apresurado tomó la línea de ómnibus que lo dejaba a una cuadra del trabajo. Ya al atardecer, al ingresar a casa, se vio a sí mismo sentado en la mesa del comedor con Solmar y atónito se preguntó cómo es que se había podido desdoblar en dos. De pronto, su memoria, que lo había abandonado, decidió regresar por sí sola. Recordó que él ya tenía noventa y cinco años, que era un viejo que apenas podía valerse por sí solo, y que su memoria regresiva le había puesto en ese aprieto. ¿Cómo explicarse, a su edad avanzada, esa superposición de dos tiempos paralelos en uno solo?

No quiso romper esa magia y los dejó hablar. Entonces escuchó que su hija Solmar, muerta hacía quince años, le decía: ya ves papi, ¿qué te parecen los secretos que guardo con mi mami? Pronto los compartiremos. Y en esos momentos, desesperado, quiso acordarse del nombre de su esposa, el de él y del porqué Solmar olía a vainilla, antes que la memoria se le fugara. Forzó su memoria y el cerebro nuevamente se le fue enmarañando. Sigue sentado en un hospital, cuyos ventanales van a dar al mar y las olas batientes despiden un agradable olor a vainilla.

Eduardo Borrero Vargas
Lima, miércoles 18 de noviembre del 2020
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