Eran las doce del día lunes doce de abril del año 1899. El
comisario de Sullana, Capitán Eulogio Peche Pereche, se dirigía a la fonda El Parlamento Dorado que estaba a cuadra
y media del puesto de la gendarmería. Cruzó la plaza de armas y ganó la
bocacalle de los Tres Suspiros. Desde ese punto, solo cincuentaicuatro zancadas
lo separaban de su objetivo. Avanzó a pasos firmes, aprendidos en la escuela de
gendarmería. Aún le resonaban en las orejas los gritos destemplados del
instructor: ¡a un buen oficial se le reconoce de lejos por su porte marcial! Métodos
infalibles, para engrosar el ego y ganarse el respeto de los ciudadanos. Sin
esta actitud, ¿cómo diablos manejar a la comunidad? Con estos pensamientos alcanzó
la puerta de la fonda y al fondo divisó la mesa donde diariamente a las 12:30
pm de cada día, satisfacía sus hambrunas. Cerró los ojos, y en una fracción de
segundo vio reflejado el rostro de su mujer tal como la había visto un día
antes del desgraciado accidente en que perdiera la vida, destrozada por las
ruedas chirrionas de un tranvía alocado por la calle de La Encarnación en Lima,
cuando él estaba destacado en el cuartel de Monserrate cerca a la estación del
ferrocarril. Veinte años habían pasado desde esa fecha infausta. Ahora con
cuarentaicinco años, se veía en un espejo adosado a la pared, algo incómodo,
como si él mismo se hubiera descubierto en una actitud sospechosa. Una voz del
fondo de la cocina lo sacó de su ensimismamiento:
- Buenas tardes, Capitán
Eulogio. ¿Desea servirse? El almuerzo está listo.
- No, aún no, mozo Treviño. Esperaré unos minutos al alcalde.
Tenemos temas importantes que tratar. Por lo pronto, ¿podría servirme una soda
helada? - le encargó amigablemente el Capitán.
El mozo Treviño ya debe frisar los veinticinco años. Cuando yo
llegué a Sullana él era un joven inexperto de no más de catorce años. Restando
y sumando - calculó sin apresuramientos – ya han pasado once años. Once años
sin respiro en este lugar, sofocado por el calor y los zancudos, pero no tan
malo ni tan bueno que se diga. No había necesitado casarse, no porque le hayan
faltado partidos sino por el pavor a enviudar nuevamente. Muchas veces la
soledad lo empujaba a buscar resuellos aliviadores; y María Remedios, era una
de ellas. Vivía en la calle de Las Cadenas aunque últimamente no la visitaba porque
se le había puesto quisquillosa con eso del matrimonio. A menudo con sus
amigotes, enrumbaba por las afueras del pueblo a explorar en los salones de la
Sedana o de las Mariquitas, experimentadas querendonas de la calle Del Ferrocarril
que con licor, bailes y pianola alegraban sus espíritus alicaídos. Su vida no
era tan rutinaria. Los delitos urbanos y rurales, como él los había clasificado,
lo despercudían de vez en cuando de su apatía diaria. Eso le permitió vivir
holgado ya que la cantidad de ahijados, comadres y compadres, que él iba
sumando sin limitaciones en sus visitas al interior de la provincia, lo
abastecía de animales gordos, frutas frescas, granos, vestimentas, polainas y
monturas que lucía gallardamente en las fiestas patrias. Carcelén, su ayudante,
se esmeraba en abrillantarlas todas las tardes. Instintivamente bloqueó su
mente y vio al alcalde Jacinto Vargas acercándose rápidamente:
- Buenas tardes, señor alcalde - se apoyó sobre la mesa y con un
ademán cortés le señaló la silla - Tome asiento.
- Gracias. Disculpe el retraso. Los deberes de la alcaldía son
primero. ¿Cómo van las labores policiales?
- Al momento, con altibajos. Figúrese que mis oidores andan
entre las sorderas y las somnolencias. No sé qué les pasa. En fin, las
comadritas y los ahijados suplen esas deficiencias. Oiga, Vargas, ¿por qué la
gente deja todo para los días lunes?
- ¡Vaya pregunta insólita! Verá usted, a eso se le llama dejadez
humana.
- ¿Y qué es lo que propone, amigo Vargas?
- Bueno, a la ciudadanía hay que persuadirla de que todos los
días de la semana son lunes. Y eso se logra con programas educativos o con
letreros colocados en lugares estratégicos. Quizá no alcancemos la gloria, pero
bastaría que una parte de la población tome conciencia que la eficiencia reditúa;
y eso, ya sería un triunfo.
- Ayudemos, amigo Vargas, sin involucrarnos. Tomemos esa dirección.
Las imposiciones son peligrosas. Para mi parecer, los días lunes los creó el
diablo.
Miró el reloj y el puntero implacable marcaba la 1:30 de la
tarde, había transcurrido una hora desde que comenzaron a almorzar. Cerró una
vez más los ojos y recordó el día viernes 12 de febrero pasado en el que le
habían alertado, en el salón de la Sedana, sobre la misteriosa desaparición del
fogonero de los trenes de la Peruvian Corporation. Hijo del mecánico Smith,
súbdito de la corona inglesa, con una moza de Viviate. En trece pedazos lo
descuartizaron, murmuraba la gente, pero el Capitán Peche Pereche no se tragaba
esa habladuría ya que al momento no le habían mostrado un solo trozo del
occiso. Lo paradójico de esta situación es que mientras la Peruvian Corporatión
reportaba un desaparecido, la imaginación desbordante de los lugareños lo daba
por muerto e insinuaban olores fétidos de carne humana en trece lugares del pueblo.
Situación complicada, ya que en la justicia prima lo del cuerpo del delito. Y
sin cuerpo presente, ¿a quién acusar? - analizaba mentalmente el Capitán
Eulogio. Se sentía arrinconado porque hasta los reportes, que leía puntualmente
a la siete de la mañana de cada día en su arreglado y limpio despacho, los
trece gendarmes enviados a dar fe de estos hechos afirmaban que los olores no
eran de carne humana sino de flores olorosas provenientes del jardín del señor
Saavedra que tenía en el Alto de la Paloma, a cargo del jardinero español don
Rosendo Peña, especialista en flores exóticas.
- Capitán Eulogio, pueda ser que los lunes sean creación del
diablo. Acepto… ¡Oiga! ¿Algo tiene? Lo percibo lejano.
- Disculpe, amigo Vargas, es que los asuntos sin resolver a uno
lo mantienen distante y con la mente atiborrada de ideas descabelladas. Coincidimos
con lo del diablo. Los lunes son fatales. Las cosas caerán por su propio peso.
Las cosas caen… ¿Cómo no se me ocurrió antes? - le puso énfasis
a esta reflexión. Y regresó a mirar las manecillas del reloj, había pasado
apenas un minuto. Miren pues – recapacitó - un minuto robado a Vargas y he
transitado un universo. La mente humana no tiene límite de tiempo. Pero en la
vida real, ¿Qué explicación medianamente razonable se les podría dar a los
vecinos? Si cuando inspeccionamos los sitios denunciados, ya sea el gendarme de
la calle de La Media Luna, como el de los enviados a la calle Real, la calle Del
Comercio, la calle de Los Curas, la calle de Las Cadenas, la calle del Desagüe,
La calle del Ferrocarril, la calle de Los Aguateros, del Alto de la paloma, de la
Pampa de la gallina, de La loma de Mambré y de La Bocatoma dónde
abrevan los burros y las cabras, reiteran: acentuado olor a flores.
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Antigua calle del Ferrocarril, hoy Av. José de Lama
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- La perfección no existe, amigo Vargas
Quién sorprendido dejó de lado el vaso de agua y lo miró directamente
a los ojos tratando de descubrir el porqué de esa respuesta salida de contexto,
pero sin ánimos de crear una atmósfera densa entre ellos, atinó, no sin antes
toser, a contestarle vagamente:
- Si en verdad, la perfección absoluta no existe.
- El crimen perfecto tampoco – replicó el Capitán.
- Se refiere a la
misteriosa desaparición del fogonero Smith.
- Sí. Imagínese, los vecinos denunciando olores fétidos y los
gendarmes reportando lo contrario.
- ¿Y qué hay de los últimos rumores? Dicen que los miércoles y
viernes, a las doce de la noche en punto, la tornamesa del patio de maniobras
de la estación del tren gime trece veces, desgarrando el silencio de la noche, como
si sus tripas de acero las lacerara el demonio. ¿Cuál es el manifiesto de los
agentes, Capitán?
- Trece mugidos de toros
bravos provenientes del corralón de la estación. ¿Cómo conciliar estas
contradicciones? He revisado las crónicas policiales y no hay un solo caso que medianamente
se acerque a lo que estamos viviendo. Si reporto a las jefaturas estas
incongruencias, ¿cuál sería su lectura? ¡Estoy en un callejón sin salida! ¡Qué
bochorno! ¿Existen los milagros, amigo Vargas?
Esta vez presintió que el reloj y sus manecillas le jugaban una
mala pasada. Dudoso volteó a mirarlo y el maldito aparato permanecía estático.
De pronto todo se le hizo confuso y sintió que una mano invisible lo tenía
sujeto a la silla. El tiempo se había detenido. Perdió de vista al alcalde
Vargas. Vio su cabeza flotando en el centro de la fonda y sus piernas tratando
de escapar por la puerta, en dirección a la calle. Se había disgregado. Pasado
un rato, otra mano lo sujetó del hombro y unas voces conocidas le despertaron
de esa pesadilla. Ante la invasión de su espacio mental trató de recomponerse y
enfrentó la realidad de la que él en un momento de debilidad había tratado de
huir. Eran el diputado Cesar Antonio Leigh y don César Morales dueño de la
fonda, juntándose a la mesa. Quienes después de saludar amablemente al alcalde
y al Capitán, les manifestaron su preocupación sobre el crimen aún no resuelto.
- Justamente estamos en esas cavilaciones. No hay crimen
perfecto. Pronto veremos el desenlace. Hay puntos que no concuerdan. Es como si
el difunto se burlara de nosotros. Hay una especie de histeria colectiva. Me acaba
de avisar mi auxiliar Bardellini que a los vecinos de La Calle Del Desagüe no
los dejan dormir trece fantasmas que arrastran cadenas a las doce de la noche. Esta
noticia es fresca y les aseguro que los trece gendarmes nombrados, para
constatar esta incidencia, reportarán: falsa
alarma. ¡Qué incongruencias, diputado Leigh!
- Y a todo esto, ¿qué dice la familia del fogonero?
- Diputado Leigh, de qué familia habla si no la tiene.
- Pero, el amigo Morales, afirma lo contrario. - añadió el diputado
Leigh.
- Sí, Capitán Eulogio, lo oí de la boca de mi comadre Encarnación.
El inglés Smith dejó un hijo, antes de embarcarse en Paita rumbo a Valparaíso. Amigo
Vargas, ¿por qué no lo averiguan en el pueblo de Viviate?
- La alcaldía nada tiene que ver en esto. Más bien, el Capitán nos
puede confirmar si lo ha hecho o no. Además, amigo Morales y diputado Leigh,
seamos sensatos, no podemos inmiscuirnos en las labores policiales.
- Trece veces, ida y vuelta, he enviado a la estación del pueblo
de Viviate a trece agentes, uno por día para evitar acomodos en los informes.
Trece agentes reportando, durante trece días, lo mismo: Madre niega hijo, afirma que no sabe lo que es parir. El gobernador corrobora
que mujer perdió la razón por las trece purgaciones y las trece dosis de San
Pedro a que la sometió el brujo llamado “mano santa”. Brujo no fue hallado para
completar las pesquisas de ley. Trece, trece, trece y trece. Amigos, ¿no se
dan cuenta que detrás de ese número fatídico hay una conjura?
El alcalde Vargas, el diputado Leigh y don Cesar Morales se
miraron entre sí. Carraspearon las gargantas fuertemente tratando de advertirle
con ese sonido disonante su disconformidad a lo oído. ¿Qué nexo podría haber
entre las conjuras y los muertos? El diputado Leigh se les adelantó:
- ¿Estamos jugando a los acertijos?
- Por supuesto, amigos. Alguien ha contratado un brujo. Y ese
alguien tiene que ver con este juego – insistió el Capitán.
- El trece es el número de la muerte - añadió el alcalde Vargas.
- Y si el trece es el número de la muerte la solución habrá que
buscarla en el cementerio – retrucó burlón el señor Morales.
¿Por qué no me han de creer, si las evidencias saltan a la vista?
- reflexionó para sí el Capitán. Se reacomodó en el respaldar de la silla y
saltó a su memoria la figura del administrador de la estación: alto, de rostro
hierático, vestido de impecable lino blanco, escarpines y sombrero de fieltro
oscuro, caminando solemnemente con su bastón de puño de plata por la calle Del
Comercio en dirección al Banco del Perú y Londres. Durante años lo había visto
a las 11.00 de la mañana, de lunes a sábado, en esos ajetreos. La asiduidad desmedida
ya no es una cualidad, sino un defecto. Como buen sabueso, el Capitán Peche
Pereche, había olfateado que debajo de esa cobertura algo olía mal. Siguió
razonando - cada vez más centrado en los pequeños detalles - y de sopetón soltó
lo que en ese preciso instante se le cruzó en la mente como un rayo de
inteligencia:
- Y a todo esto, ¿alguna vez hemos conocido o visto a ese tan
afamado fogonero Smith?
La pregunta a boca de jarro tomó desprevenido al alcalde Vargas,
al diputado Leigh y al señor Morales. Los tres se miraron y no atinaron a dar
una respuesta inmediata. Habían enmudecido ante tamaña verdad. Jamás lo habían
conocido. Y como si hubiesen leído los pensamientos del Capitán saltaron como
impulsados por un resorte.
- O sea que usted, Capitán, insinúa que no es más que un
personaje ficticio creado por una mente torva. Entonces, a que nos enfrentamos,
¿a una mente desquiciada o a un desgraciado estafador? - sostuvo el señor
Morales.
- Todo apunta al administrador, amigos. Lo he seguido
disimuladamente en su peregrinar diario a la agencia del Banco del Perú y
Londres.
- ¡Desfalco! Ya entiendo el llanto de la Peruvian pidiendo al gobierno
le otorgue subsidios vitalicios, pretextando, que la operación de la empresa no
es viable. Algún vivo les adulteró las planillas de ingresos y egresos - arguyó
el alcalde Vargas.
- Hay argumentos de sobra para poner en orden a la Peruvian y que
ellos asuman las consecuencias. Eso lo veremos en Lima. Pero acá, en el pueblo,
¿qué haremos mientras tanto? Para la población hay un muerto de por medio –
acentuó el diputado Leigh.
Eran 5:45 de la tarde. De golpe sintieron un viento que casi los
barrió de la mesa. Detrás del viento inusual apareció un desgreñado voceador de
diarios anunciando: ¡La Voz del Chira!
¡Administrador de la Peruvian fuga a la Oceanía! ¡Trece marranos alados vuelan
por la pampa de La Gallina!
- ¡Que Dios nos agarre confesados! - exclamó asombrado el señor
Morales.
- ¡Carrington, el administrador está detrás de esto! - se sumó
el alcalde Vargas.
- ¡No, es la Peruvian ocultando sus deficiencias! - acentuó el
diputado Leigh.
- Sí y no. El administrador fugado es el gran incordiador…
Y otra vez el mismo voceador de diarios los interrumpió: ¡La voz del Chira! ¡Última edición
extraordinaria! ¡Milagro! ¡Aparecen trece peañas en el camino a Querecotillo en
memoria del fogonero Smith!
Cruzaron sus miradas, no hubo entre ellos más que una sola
certeza, el administrador inglés les había ganado la partida. Los cuatro tendrían
que cargar con ese muerto nunca muerto; mientras que el fogonero Smith quedaría
grabado en el imaginario popular. De pronto sintieron la necesidad imperiosa de
fijarse en el reloj, marcaba las 6.30 de la tarde, mientras a lo lejos la
campana de la Iglesia tañía trece veces…
Eduardo Borrero Vargas. DERECHOS
RESERVADOS.-
Nota.- Mi
reconocimiento a Miguel Arturo Seminario Ojeda por su inmenso aporte a Sullana al
redescubrir nombre de calles, lugares y rincones enriquecen nuestra identidad que
sin estos datos no hubiese podido recrear algo que pudo haber sucedido en
nuestro pueblo.
(Narración publicada en la
revista El Tallán, edición Nº 50 - Sullana - Agosto del 2011)