sábado, 18 de septiembre de 2021

"SULLANA CITY", cuento de Eduardo Borrero

Ruperto Saona nació en Sullana, así lo indicaban los papeles que revisaban sus amigos quienes después de muchos años de arqueología documentaria habían logrado recuperarlos de los archivos municipales. Sin embargo, no lograron ubicar el año de nacimiento en esos papeles, ya que las polillas se habían tragado el lado lateral del papel amarillento donde debería figurar ese dato. Sabían que su casa quedaba pegada a un algarrobo añejo, bajando hacia la ya olvidada calle San Martín. Fueron en su búsqueda y la casa, temerosa de ser alcanzada, retrocedía según ellos avanzaban. Recién se darían cuenta que Sullana era un pueblo levantado entre médanos movedizos que daban la impresión de revolverse entre ellos y formar murallas infranqueables a quienes intentaran hurgar sus entrañas. Los amigos, asustados ante esta situación inusitada, dejaron de buscar a Ruperto Saona. Entendieron que las noches les serían propicias, no para andarlas de averiguadores de una persona sino para sentarse en la plaza de armas del pueblo, para hablar de aquel muchacho fuerte y emprendedor que los acompañó en el colegio. Recordaron entonces que ellos eran de una generación en el olvido; Sullana se había convertido en una metrópoli atravesada por trenes suspendidos en colchones de aire que se desplazaban a velocidades cercanas a los mil kilómetros por hora y que los caballos y los burros se habían convertido en máquinas voladoras de cercanías, al servicio del público. Y a los muertos ya no los enterraban en el cementerio –convertido en un gran galpón- sino que atendidos por Nanorrobots, los reciclaban convirtiéndolos en cyborgs capaces de realizar tareas extremas en lugares llamados exoplanetas. Al fin, después de tantos intentos, rozaron la verdad. Sullana se había convertido en la primera ciudad distópica de este lado de la Vía Láctea. La gente no tenía nombres, solo eran copias de copias de siglas y números. Ruperto Saona y sus amigos siguen subiendo y bajando la calle San Martín. Por las noches, se refugian en el añejo algarrobo convertido en estación principal de los viajes a planetas que quedan más allá de millones de años luz.

 

Eduardo Borrero Vargas
“Cosas que suceden…cuentos fantásticos” 
(Pág. 40 y 41)



Carátula de la obra
Cosas que suceden... cuentos fantásticos

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martes, 14 de septiembre de 2021

Un abrazo al cielo hermano... Víctor: la vida en dos dimensiones

Alguna vez tenía que enfrentarme a esta situación. Y es que escribir testimonios de vida o muerte no es tarea fácil, pues este acto alcanza y toca los sentimientos humanos más hondos. Y, además de demandarnos una capacidad de síntesis para comprimir el tiempo en unas cuantas hojas, la tarea más difícil radica en el hecho de trabajar en dos dimensiones. Como colegirán, estoy frente a un reto casi imposible, como el querer rascarse la cabeza con una mano sin dedos. Pero abordaré con lucidez esta aventura.

Dios nos dio vida, y la dosificó a cuentagotas. Porque para la creación usó la “obsolescencia programada”, término aplicado en la fabricación de máquinas o artefactos eléctricos. En pocas palabras, nuestro genuino armatoste psicosomático viene con esa marca indeleble pegada a nuestro cuello. El hombre no puede eludir ese designio: nacer y morir. Las grandes desazones vienen de esa certeza: el hombre en su empeño de eternizarse, reniega de su situación, acusando vacíos o los que los especialistas en Psicología llaman desequilibrios o trasvases mentales.

El punto más admirable de mi hermano Víctor –“Mecho”, al interior del seno familiar y para sus amigos- es que aceptó con humildad y entereza su destino: el de alejarse irremediablemente de nosotros en pleno ejercicio de sus facultades creadoras. ¿Cuántos proyectos maduros refulgían en su interior? Nunca lo sabremos. Solo somos testigos que, días antes de su partida, gozaba alucinando y escribiendo sobre hojas en blanco, cuentos, y novelas guardadas celosamente dentro de su mente, incontables y extraños personajes liberados de quien sabe qué rincón de su memoria.

“Mecho” era el engreído de la familia, y fue el hermano que compartió los últimos de vida de nuestros padres. Curioso sin remedio, viajero incansable, lector indesmayable, propiciador de prolongadas tertulias, de memoria prodigiosa, era, además, generosos en sus actos. Y, sobre todo, de una imaginación libre, como los pájaros que vuelan sobre las ramas del viento hasta posarse más allá de la línea del horizonte. ¿Cómo no recordar a mi hermano, si en el fondo era un niño tímido con un lapicero en la mano?

Hemos compartido muchas vivencias: las mismas pensiones, la misma universidad y nuestros amigos; el amor por los caballos y las mulas, nuestra afición por la cacería, las fogatas en el campo, nuestro temor al Cerro del Viento plantado como un vigía solitario en el corazón de El Angolo, los mismos fantasmas y duendes escurridizos que se esconden detrás de los ceibos y de los charanes, conocedores estos del lenguaje nocturno y el andar lento de los bosques secos, el silbido del ave de la medianoche, el rugir del puma, el reptar del macanche y el conversar cadencioso de la gente del campo.

Por boca de nuestro padre conocimos los nombres de los últimos bandoleros que asolaron la región norte y el nombre de cada una de las quebradas y cerrerías de la frontera. Y aprendimos a auscultar el cielo para pronosticar si ese día o el siguiente, o la próxima semana, o el próximo año, serían lluviosos. Cómo no recordar ese día, demasiado extraño, en que nos enseñaba cómo el arrebiatado manchaba la albura del algodón; aquel día sin saber por qué, nos vimos de pronto envueltos en motas de algodón que caían del cielo como nieve desprendida de un cielo despejado.

Nuestra madre, devoradora de libros, por las noches nos contaba cuentos de aparecidos, de lechuzas cortadoras de almas, de mujeres vaporosas y de duendes desalmados.

Nuestras expediciones al Ecuador, preparadas meticulosamente por nuestro padre, servían para acicatear nuestra imaginación de niños: una res vagando solitaria por esos campos se multiplicaba hasta ser un millar; una choza retorcida se transmutaba en un magnífico castillo medieval; y un jinete solitario, montado en un jamelgo, en un avispado comisario impartiendo justicia. A lo lejos, pasando el río Macará, divisábamos El Tamarindo, donde los tíos nos esperaban con suculentos bocadillos. Dos años antes de la partida de “Mecho”, regresamos a Macará invitados por Pedro Quito, Presidente Municipal, a develar una fotografía del tío Segundo Borrero Riofrío, quien fuera Presidente Municipal el año 1938. En la ceremonia Víctor fue invitado a tomar la palabra. Habló con serenidad y con palabras asertivas logró, milagrosamente, desterrar esa desconfianza que, por razones infundadas, alteran nuestra convivencia vecinal. Regresamos a Sullana al anochecer. Víctor entró en sopor y ladeó la cabeza hacia el lado izquierdo. En medio de la oscuridad que nos iba cayendo, lo vi perfilado y lo acaricié con los dedos del alma. Mi hermano ya mostraba signos de fatiga.

Desde esa vez, atento a los hechos, me habitué a los viajes: cada tres o cuatro meses estaba junto a él, sentado bajo la parra de la vieja casa familiar, analizando centímetro por centímetro cada uno de sus misteriosos rincones. Por ese lado – me dijo señalando un rincón del patio- hay tres agujeros sin fondo, y de cada agujero salen ruidos diferentes: en el primero como el de niños balbuceando; en el segundo, como el de niños correteando; en el tercero, como el de adultos en trance hacia la muerte. ¿Cuál de los tres agujeros es más conveniente para un cuerpo cansado? Me fue imposible responder. Me quedé callado y nuevamente, al voltear, me encontré con su perfil cada vez mejor tallado.

Un martes 25 de noviembre del 2008 llegué a Piura. Mi hermano Humberto me esperaba en el terminal terrestre. Con el alma a cuestas y con el corazón destrozado, di un paso adelante y le dije: Falleció bordeando la una de la mañana. Extrañado, me preguntó: ¿Cómo lo sabes? Le respondí: Porque a esa hora se sentó junto a mí y me rogó que le recitara uno de mis poemas:

¿Dónde vives?

En el borde del desierto, contesté

¿Te crees Jesucristo, entonces?

¡No, sólo soy un simple hombre!

¿Y qué es lo que pretendes encontrar?

Una tinaja y una piedra de destilar

¿Y eso?

¡Ahí nos encontraremos mis padres y mis hermanos!

¡Pero, qué locura!

¡No es el renacer!

Mi hermano Humberto, aún guarda la hoja en la que esa madrugada escribí ese pequeño poema que más tarde titularía “El Desierto”. En el año 2009 fue incluido en mi obra Alma del Norte.

Eduardo Borrero Vargas


lunes, 13 de septiembre de 2021

Poema “Un mundo para Celeste”

María Celeste al alba jugaba mundo al revés
el tejo relleno de luna llena lo lanzaba al diez
y de ahí bajaba la escalera al tejo empujando
cantando del nueve al siete y al uno ya llegó.
 
Los amigos de María Celeste atentos al tejo
de lejos miraban sin interrumpir desde luego
su diario rito del nueve al siete y al uno llegó
añadiendo si no una pequeña no verá el cielo.
 
María Celeste con aires de burla y de encanto
permite que la miren y alegre sigue cantando
desde su escala tensada que cuelga del cielo.
 
Afirman que su juego al arco iris la ha llevado
dónde con cientos de niños juega sin apremio
el sube y baja, del nueve al seis y al uno llegó.

Poema “Un mundo para Celeste”
Libro “Caja de sueños” (Pág. 9) 
Eduardo Borrero Vargas 

martes, 7 de septiembre de 2021

Prólogo de cuentos urbanos de la obra literaria “Marlon y su vida de perros”.

 Literatura alucinante y apasionante la de Eduardo Borrero Vargas.

Podrán decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo0 que –básicamente- la literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema, una novela, diremos: “¡Qué lindo!” o “¡Qué sublime!” o “¡Qué horrible!” o, quién sabe, “¡Qué sublime!”; o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos invada un sentimiento de dolor o de indignación por las cosas que encontremos dichas en el texto leído. Porque, como sabemos, cuando se habla de la estética no se alude únicamente a las cosas bellas. Pero, claro, es posible que el propósito del escritor no sea siempre ese, que sea –por ejemplo-  hacer que su obra sea un testimonio (como creyó haberlo logrado Arguedas con su novela “Todas las sangres”: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que no existe –hay que saberlo- norma, ley o precepto, de ninguna índole, que disponga o mande al respecto. Nada ni nadie tiene autoridad para decirle al escritor: “Tu literatura tiene que ser para esto o para lo otro”. La libertad se impone en este terreno. Y esto –estoy convencido- lo sabe Eduardo Borrero Vargas, autor del libro que aquí se presenta. Por ello es que cada una de sus producciones literarias tiene una particular característica o cualidad. Hace algún tiempo comenté un libro suyo (“Del misterio y otros abismos”) y dije que los textos de minificción que lo conformaban eran desconcertantes y que, en cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica del teatro Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que podemos encontrarlo aquí también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya­- tiene un propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos estupefactos, y lo ha logrado creando personajes cuyas personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del primer texto), jefe de una banda delincuencial que ingresa en la política con “su oratoria alucinante” y  -¡cómo no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y se dispone a “empapelar todo el país” con su propaganda ocasionando “atoro de desagües” u suciedad en los ríos y el mar; hijo de padres que no fueron realmente sus padres, y que, convertido en millonario, en 2mérito” a sus actividades fuera de la ley, se perfila, con muchas posibilidades, como un futuro ocupante del sillón presidencial. Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez, identificar con los que –en la vida diaria- ya conocemos (en la política, en los centros de trabajo, en la cultura, etc.). Diría que es el absurdo –ya “normalizado” e imperante en nuestra realidad- lo que ha llamado la atención de Borrero, incitándolo a ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos complacientes, una suerte de retrato descarnado t sarcástico de una realidad que, viéndola bien, es realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa convertido, de la noche a la mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien, insectos convertidos en unos Gregorios Samsa con apariencias engañosas. ¿No es eso, acaso, lo que vemos en la política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo “normalizado” (o “legitimado”). Personajes, también, como el que da título al volumen, Marlon (“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor hay que recurrir como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin saber que, así, lo más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el ridículo (en otras palabras: una “vida de perros”). Eduardo Borrero Vargas nos tiene acostumbrados a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una desconcertante y feliz sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción, poesía, cuento, y esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato, pero al que yo me atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de lo que serían algo así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que está “patas arriba”. Escritura, la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante. Y –repito- para quedarnos estupefactos- ¡Léanla!

Bernardo Rafael Álvarez


Carátula de la obra de Eduardo Borrero Vargas
"Marlon y su vida de perros" Cuentos urbanos