Alguna vez tenía que enfrentarme a esta situación. Y es que
escribir testimonios de vida o muerte no es tarea fácil, pues este acto alcanza
y toca los sentimientos humanos más hondos. Y, además de demandarnos una
capacidad de síntesis para comprimir el tiempo en unas cuantas hojas, la tarea
más difícil radica en el hecho de trabajar en dos dimensiones. Como colegirán,
estoy frente a un reto casi imposible, como el querer rascarse la cabeza con
una mano sin dedos. Pero abordaré con lucidez esta aventura.
Dios nos dio vida, y la dosificó a cuentagotas. Porque para la
creación usó la “obsolescencia programada”, término aplicado en la fabricación
de máquinas o artefactos eléctricos. En pocas palabras, nuestro genuino
armatoste psicosomático viene con esa marca indeleble pegada a nuestro cuello.
El hombre no puede eludir ese designio: nacer y morir. Las grandes desazones
vienen de esa certeza: el hombre en su empeño de eternizarse, reniega de su
situación, acusando vacíos o los que los especialistas en Psicología llaman
desequilibrios o trasvases mentales.
El punto más admirable de mi hermano Víctor –“Mecho”, al
interior del seno familiar y para sus amigos- es que aceptó con humildad y
entereza su destino: el de alejarse irremediablemente de nosotros en pleno
ejercicio de sus facultades creadoras. ¿Cuántos proyectos maduros refulgían en
su interior? Nunca lo sabremos. Solo somos testigos que, días antes de su
partida, gozaba alucinando y escribiendo sobre hojas en blanco, cuentos, y
novelas guardadas celosamente dentro de su mente, incontables y extraños
personajes liberados de quien sabe qué rincón de su memoria.
“Mecho” era el engreído de la familia, y fue el hermano que
compartió los últimos de vida de nuestros padres. Curioso sin remedio, viajero
incansable, lector indesmayable, propiciador de prolongadas tertulias, de
memoria prodigiosa, era, además, generosos en sus actos. Y, sobre todo, de una
imaginación libre, como los pájaros que vuelan sobre las ramas del viento hasta
posarse más allá de la línea del horizonte. ¿Cómo no recordar a mi hermano, si
en el fondo era un niño tímido con un lapicero en la mano?
Hemos compartido muchas vivencias: las mismas pensiones, la
misma universidad y nuestros amigos; el amor por los caballos y las mulas,
nuestra afición por la cacería, las fogatas en el campo, nuestro temor al Cerro
del Viento plantado como un vigía solitario en el corazón de El Angolo, los
mismos fantasmas y duendes escurridizos que se esconden detrás de los ceibos y
de los charanes, conocedores estos del lenguaje nocturno y el andar lento de
los bosques secos, el silbido del ave de la medianoche, el rugir del puma, el
reptar del macanche y el conversar cadencioso de la gente del campo.
Por boca de nuestro padre conocimos los nombres de los últimos
bandoleros que asolaron la región norte y el nombre de cada una de las
quebradas y cerrerías de la frontera. Y aprendimos a auscultar el cielo para
pronosticar si ese día o el siguiente, o la próxima semana, o el próximo año,
serían lluviosos. Cómo no recordar ese día, demasiado extraño, en que nos
enseñaba cómo el arrebiatado manchaba la albura del algodón; aquel día sin
saber por qué, nos vimos de pronto envueltos en motas de algodón que caían del
cielo como nieve desprendida de un cielo despejado.
Nuestra madre, devoradora de libros, por las noches nos contaba
cuentos de aparecidos, de lechuzas cortadoras de almas, de mujeres vaporosas y
de duendes desalmados.
Nuestras expediciones al Ecuador, preparadas meticulosamente por
nuestro padre, servían para acicatear nuestra imaginación de niños: una res
vagando solitaria por esos campos se multiplicaba hasta ser un millar; una
choza retorcida se transmutaba en un magnífico castillo medieval; y un jinete
solitario, montado en un jamelgo, en un avispado comisario impartiendo
justicia. A lo lejos, pasando el río Macará, divisábamos El Tamarindo, donde
los tíos nos esperaban con suculentos bocadillos. Dos años antes de la partida
de “Mecho”, regresamos a Macará invitados por Pedro Quito, Presidente
Municipal, a develar una fotografía del tío Segundo Borrero Riofrío, quien
fuera Presidente Municipal el año 1938. En la ceremonia Víctor fue invitado a
tomar la palabra. Habló con serenidad y con palabras asertivas logró,
milagrosamente, desterrar esa desconfianza que, por razones infundadas, alteran
nuestra convivencia vecinal. Regresamos a Sullana al anochecer. Víctor entró en
sopor y ladeó la cabeza hacia el lado izquierdo. En medio de la oscuridad que
nos iba cayendo, lo vi perfilado y lo acaricié con los dedos del alma. Mi
hermano ya mostraba signos de fatiga.
Desde esa vez, atento a los hechos, me habitué a los viajes:
cada tres o cuatro meses estaba junto a él, sentado bajo la parra de la vieja
casa familiar, analizando centímetro por centímetro cada uno de sus misteriosos
rincones. Por ese lado – me dijo señalando un rincón del patio- hay tres agujeros
sin fondo, y de cada agujero salen ruidos diferentes: en el primero como el de
niños balbuceando; en el segundo, como el de niños correteando; en el tercero,
como el de adultos en trance hacia la muerte. ¿Cuál de los tres agujeros es más
conveniente para un cuerpo cansado? Me fue imposible responder. Me quedé
callado y nuevamente, al voltear, me encontré con su perfil cada vez mejor
tallado.
Un martes 25 de noviembre del 2008 llegué a Piura. Mi hermano
Humberto me esperaba en el terminal terrestre. Con el alma a cuestas y con el
corazón destrozado, di un paso adelante y le dije: Falleció bordeando la una de
la mañana. Extrañado, me preguntó: ¿Cómo lo sabes? Le respondí: Porque a esa
hora se sentó junto a mí y me rogó que le recitara uno de mis poemas:
¿Dónde vives?
En el borde del desierto, contesté
¿Te crees Jesucristo, entonces?
¡No, sólo soy un simple hombre!
¿Y qué es lo que pretendes encontrar?
Una tinaja y una piedra de destilar
¿Y eso?
¡Ahí nos encontraremos mis padres y mis hermanos!
¡Pero, qué locura!
¡No es el renacer!
Mi hermano Humberto, aún guarda la hoja en la que esa madrugada
escribí ese pequeño poema que más tarde titularía “El Desierto”. En el año 2009
fue incluido en mi obra Alma del Norte.