- ¿Sabe
cuál es la grandeza del hombre, mi querido docto en leyes divinas? –preguntó
intempestivamente el sabio.
- ¡Haber
sido creado por Dios! – contestó el conocedor, sin demora.
- ¡No… y
no! ¡Está errado de pies a cabeza! ¡La grandeza del hombre reside en su
capacidad de crear mundos imaginarios! –reaccionó el sabio remarcando las
palabras.
- ¡Pero
lo que usted afirma es consecuencia de la creación! Si no, ¿de dónde? A ver
dígamelo, sí, dígamelo –se defendió acremente el conocedor.
- No
estoy seguro. No estoy seguro, de lo que usted defiende con tanto ardor. Quizás
sean mecanismos de escape o de compensación, dejados por su Dios al ver la
tremenda imperfección del ser humano.
- ¿De qué
imperfección me habla? ¡Dios es infalible! – respondió fastidiado el conocedor
de las escrituras.
- Sí, sin
lugar a dudas, tiene toda la razón, Dios es tan infalible que el hombre intuye
que desaparecerá tarde o temprano. Pero, gracias a su inherente capacidad de
crear mundos imaginarios, el hombre se inmortaliza a través de ellos; de eso se
trata y no de la muerte física.
Y la
respuesta del conocedor de las sagradas escrituras, rodó por el envés del
mundo.