(Cuento, Pags. 50, 51 52, 53 Y 54)
Compañía eterna
Ventura
Amoroso, vivía enamorado de todas las mujeres y de ninguna en particular. Así,
en sus notas íntimas figuraban nombres inacabables de mujeres. Unas con nombres
de dos sílabas; otras con cuatro sílabas; y así gradualmente hasta alcanzar
nombres de diez sílabas. Como era un hombre sumamente ordenado clasificaba los
nombres en orden alfabético, además eran nombres de fácil recordación. Si
cometía algún error de ortografía, manchas desagradables de tintas, huellas
dactilares, rezagos de grasa, u otro signo de descuido, esa página terminaba en
el tacho, hecha añicos. Él se sometía a ese rigor disciplinario, no porque le
daba la reverenda gana, sino como lo había manifestado varias veces delante de
sus amistades: ¡El nombre de las mujeres debe ser cuidado con el esmero de todo
hombre enamorado!
Pero, del
dicho al hecho hay mucho trecho, y este adagio no incomodaba a Ventura Amoroso
quien más bien recurría a su uso para acomodar y dar veracidad a sus historias
que nacían de las páginas fantasiosas que circulaban por su cabeza. Y la gente,
a sabiendas que lo que bullía en su cerebro era una retahíla de historias
inconsistentes, le dejaba hablar, porque era una manera de ser copartícipes de
algo que les era negado y así, al menos a través de otro, disfrutar de la
voluptuosidad de tantas mujeres que circulan por doquier. De esta manera, a
través del placer de las palabras, se transportaba a los lechos de todas esas
mujeres que aparecían en su famoso cuadernillo de notas. Al costado de cada
nombre, resaltaba minuciosamente sus cualidades especiales de hacer el amor, de
sus perfumes, de sus ropas sedosas, de su hablar misterioso y de otras virtudes
inherentes a la femineidad de cada mujer que caía en sus brazos. Y para
desenfreno de sus oyentes, les restregaba el cuadernillo íntimo por sus
narices, avivando de esa manera sus espíritus y el deseo de que algún día -no
muy lejano- ellos también logren ser partícipes de esos placeres vedados. Cada
mujer -les decía para soliviantar sus pasiones- que aparece en esas hojas
solitarias ha estado en mis brazos una sola vez; repetir el mismo plato es un
pecado y yo, como soy un hombre pulcro, mantengo ese principio.
Orgulloso
de su soltería, Ventura Amoroso hacía ostentación de sus viajes. Se desaparecía
por lo menos una vez por mes y en cada uno de sus viajes dejaba una estela de
fragancias, huellas de sus pesadas maletas y del tropel de asistentes que lo
acompañaba desordenadamente al Aeropuerto de la ciudad. Todo eso seguido de un
largo reguero de inconfundible olor acre que despedían las envidias de los
machos despechados, cubiertos -sin que ellos se den cuenta- de un manto denso
de sorna que hacía rebullir borborigmos de satisfacción en el estómago de
Ventura Amoroso. A medida que se distanciaba, se iba agigantando su lustroso
pasaporte diplomático, de cuyas páginas se iban desprendiendo miles de los
sellos borrosos de las oficinas de migraciones de los países que él visitaba.
Manera indirecta de hacerles saber que tenía que renovar su documento oficial
en períodos relativamente cortos.
Tan
cegatona es la gente, que cuando se empecina en alcanzar lo que supone que les
falta para ser felices, pierden la brújula prontamente y terminan no viendo más
allá de un palmo de sus narices. Ventura Amoroso, como era de suponer, había
inventado su propia vida y vibraba de gozo al saber que sus propias mentiras,
para otros, eran realidades verdaderas. Se reía por dentro, a sabiendas que
hasta con sus viajes los tenía embaucados, con el truco del doble engaño: Uno,
a los amigos que lo despedían por el frontis y dos, a los que lo recibían por
la espalda de su mansión. A los dos bandos, sin excepción, les devolvía los
saludos con su mano izquierda -entrenada para estos menesteres- y con una sonrisa
sarcástica, distribuida en su cara casi angelical. Sus viajes pomposos
consistían en un darle una vuelta a la manzana, al principio de cada mes. Con
estos engaños, no le hacía daño a nadie –se justificaba Ventura Añoroso-y que
más le daba la felicidad tan ausente en sus amigos.
Dentro de
su casa se dedicaba a reinventarse, a escoger nombres nuevos de mujeres y a
sustituir los cuadernillos del mes, por otros nuevos. Con la renovación de las
mujeres, tampoco se quedaba atrás. Las paredes de su mansión estaban
empapeladas con afiches de películas, mujeres de todas las nacionalidades que
recortaba de revistas para adultos y fotos ampliadas de las artistas de cine
más hermosas. Tan meticuloso era el bendecido hombre, que cada cierto tiempo
las iba reemplazando por nuevas y tenía bajo llave los salones donde colgaba su
galería de fotos sagradas; sus mujeres eran de él y de nadie más. Y alucinaba
que antes de morir tendría que testar, para que cada una de ellas en su
ausencia definitiva, no saliera por las calles a mendigar mendrugos de pan
podrido para alimentarse.
Hasta
hoy, sus amigos no cesan de visitarlo, siguen creyendo en él y esperan que
algún día, tarde o temprano, les abra el cofre de las fantasías, y así
apropiarse de todo lo que ahí él atesora y formar parte de un círculo íntimo
para que él los lleve de la mano al mundo del gozo desenfrenado. Se advierte a
las mujeres del orbe imaginario que se pongan a buen recaudo, pues un grupo
desenfrenado de hombres frustrados y solterones empedernidos saldrá pronto a
las calles, a robarse las fotos de las mujeres más bellas de los estudios
fotográficos, magazines, revista de culto a las mujeres y de cuanto haya en las
vidrieras de los escaparates que exhiben mujeres al tamaño natural.
Advertidas
están, de no intimar con ellos; son seres anormales, de cabeza voluminosa, de
ojos libidinosos, caminan con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos,
fingen llamarse Ventura Amoroso y ahora recurren a las nuevas tecnologías: la
cibernética es su nuevo entretenimiento.