jueves, 6 de octubre de 2022

SEPTIEMBRE, UN HIMNO A NATALÍ

Hace poco, dudando si entrar o no a la casona de San Marcos, oí a lo lejos:

La Plaza Roja desierta, delante de mi Natali

Mi memoria musical se activó…me acerqué para oírla más claramente. Los hermanos Arriagada cantando esa canción. Se me alborotaron los sentimientos. Retrocedí a los años sesenta. El parque universitario lucía su verdor primaveral. Tiempos viejos: de estudios, apasionamientos, dudas, enamoramientos, sueños y viajes fantásticos. Nuestra imaginación volaba lejos. Europa era nuestra máxima ilusión y Rusia el país ideal a alcanzar. Y llegar a conocer a esa Natalí, como la describe la canción cantada por Los Hermanos Arriagada, se convirtió en una obsesión enloquecedora:

Hablaba en francés muy sobrio,
de la revolución de Octubre.
y yo pensaba ya, que de la tumba de Lenín,
iríamos al café Pushkín a tomar chocolate.
la plaza roja desierta;
rubio era el cabello de mi guía, Natalí, Natalí.

¿Qué joven universitario, no estaba enamorado de Natalí, de esa rusa rubia, de ojos profundos y hermosos? ¡En ella estaban reunidas todas las mujeres del mundo! ¡Qué interpretación la de los Hermanos Arriagada! En la cantina, donde solíamos reunirnos, por el Jirón Huanta, cerca de la casona vieja de San Marcos, escuchábamos nuestra canción favorita. La rockola de su cantina de medio pelo, no cesaba de sonar: Natalí…Natalí…máquina angurrienta, por las monedas de los compañeros que se levantaban a apretar la tecla sucia y borrosa, para seguir oyendo Natali. Enardecidos por el licor con mis amigos, seguíamos la letra con emoción, mientras jugábamos a los dados. Nadie quería perder. Sacar cinco ases era imprescindible, para mantener los bolsillos a salvo. Teníamos tres oportunidades para lanzar los dados. El último intento era el de la verdad. Nos concentrábamos. Tomábamos el mejor cubilete. Lo mirábamos con respeto. Hasta que por fin nos decidíamos. Lo levantábamos con sumo cuidado, como si tuviéramos en nuestras manos una imagen sagrada. En ese momento, no había nada en el mundo que nos distrajera. Era tan sólo el cubilete y el jugador. Lo sacudíamos debajo de la mesa. Lo soplábamos tres veces. Un golpe fuerte en el codo. Mano en alto y ¡zas! cubilete boca abajo sobre el tablero de la mesa y, en un hábil movimiento de muñeca veíamos saltar y rodar sin rumbo fijo los cinco dados y el que los había tirado hubiese querido tener una mano invisible para acomodar las caras a su conveniencia. Pero estos benditos cuadrados enseñaban la cara que les daba la gana. Las exclamaciones no se dejaban esperar: unas eran de alivio y otras de rabia. ¡Desgracia, gritaba el perdedor! No había otra oportunidad, la suerte le había sido adversa. Descorazonado, mascullaba: ¡Que mala leche!

Querían saberlo todo, Natalí traducía.
Moscú, los llanos de Ucrania y Les Champs Elysées
Oh, de todo se habló, después cantamos;
Luego ellos muy alegres, abrieron botellas
De champagne de Francia, luego bailamos…

Así pasaban las horas. Todos sudábamos frío. Mentalmente, hacíamos inventario de las monedas de nuestros escuálidos bolsillos. ¿Y ahora, dónde conseguimos dinero? Discusiones iban y venían. Nadie quería asumir la parte de su deuda. Caramba, hagamos un fondo y demos solución a este asunto. Disimuladamente, alguien se acercaba a la rockola metía una moneda y nuevamente “Natalí” llenaba la cantina. La paz nos alcanzaba y la ternura nos tocaba el corazón y, abrazados, cantábamos la última estrofa… “Qué vacía se quedó mi vida…más sé que un día en París…seré yo quien servirá de guía, Natalí, Natalí…”.

Cabizbajos y en un silencio total, caminábamos por la calle, como condenados camino al cadalso. Tristes los limeños se encaminaban a sus casas y los provincianos, añorando el calor del hogar, a sus pensiones. La resaca del día siguiente se convertía en triunfo. Habíamos cambiado el mundo, pensábamos: total, solo éramos unos quijotes peleando contra molinos de viento. Pero también llegaban nuestros “DIES IRAE”. Al salir de la cantina, la locura nos invadía, era como si en ese momento nuestro cerebro fuera marcado con fuego por el Réquiem de Mozart donde el compositor lucha contra Dios con su única arma, la música. Contra ese Dios a veces tan benévolo y otras veces tan cruel. ¡Nuestra existencia no tiene sentido!, murmurábamos. ¿Por qué Dios había tenido la desvergüenza de traernos a un mundo trastocado? ¿Quién lo autorizó…? La vida es una mierda, gritábamos a gañote limpio. En la acera opuesta, un borrachín contestaba: ¡Si la vida es una mierda, el suicidio es un deber!

Otras veces, por revoltosos terminábamos en la comisaria. El comandante del puesto policial nos hacía formar en fila india. ¡Somos universitarios sanmarquinos! Nuestra frase mágica surtía efecto. Por esa época, a los universitarios no se les podía detener en las comisarías. El comandante, llamaba al cabo y con voz marcial ordenaba: ¡Esos zánganos afuera! En otras oportunidades, los desmadres sí que eran grandes. Una vez, ya atardeciendo, en la puerta de la cantina de Cabrera, nos topamos con un capitán de la Guardia Civil. Han pasado los años y hasta ahora no logramos descubrir quién encendió la mecha. De repente, vimos al capitán en el suelo forcejeando con el Negro. Tratamos de ayudar a nuestro amigo, pero el Capitán hizo el ademán de sacar un arma. Huimos despavoridos. A una distancia prudente azuzábamos al Negro: ¡corre¡… ¡corre¡ En un esfuerzo sobrehumano el Negro se zafó y salió disparado por el Jirón Huanta. Llegaron a la esquina del jirón Puno y el Negro vio al frente el Jardín Botánico. ¡Lo atraparon! No, porque en un arranque de desesperación el Negro se impulsó y saltó como un felino el muro de adobe de cuatro metros. El capitán se quedó atónito, miró a su alrededor. Retrocedió al jirón Huanta, montó en su auto y se alejó. Nos acercamos sigilosamente al muro. ¡Negro¡…¡Negro! Pasaban los minutos. Cuando a lo lejos escuchamos ruidos de alguien corriendo y gimoteando: ¡Auxilio¡…¡Auxilio¡… Cuando nos alistábamos para ayudarlo, sentimos un golpe seco a nuestras espaldas y ahí milagrosamente estaba el Negro parado, tembloroso y castañeteándole los dientes. ¿Qué había pasado? En su frenética huida, el Negro pensando que el policía había logrado saltar el muro, siguió esquivando los árboles del Jardín Botánico, hasta topar con otro muro más pequeño. Trepó y se dejó caer al otro lado. Cayó sobre cuerpos y, pensando que eran alcohólicos acurrucados para darse calor, les pidió disculpas. Para tranquilizarlos, les habló en voz baja…compañeros de infortunio…un policía me persigue. Seguidamente buscó un rincón para acomodarse y recuperar el aliento. Pasaron los minutos. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Con detenimiento observó que los cuerpos no se movían y desprendían un olor fétido. ¡Son muertos!, gritó espantado. En pocos, segundos saltó la tapia. Tomó el camino de regreso. Esta vez no era un policía quien lo perseguía sino un ejército de muertos resucitados por algún conjuro. Nosotros nos quedamos mudos. Petrificados por el terror. Regresamos a la cantina para comentar este incidente terrible. ¡Negro, has estado en la morgue! ¿Pero por qué tantos cadáveres tirados en el suelo? Estuvimos un rato más, para apaciguar nuestras almas y luego nos retiramos con el espanto pegado a las espaldas. Esa noche sí que tuve pesadillas. Amaneció y me alisté para las clases de la universidad. Como de costumbre, me dirigí a tomar el reconfortante y vitaminizado desayuno del comedor de estudiantes, llamado “la muerte lenta” que quedaba en el Jardín Botánico, al costado de la morgue. A los estudiantes universitarios, la escasez de monedas nos empuja a ser expertos lectores de primeras páginas. Este hábito me llevó a un puesto de periódicos, repasé al ojo todos los titulares… el de La Ultima Hora…me llamó la atención…en letras mayúsculas se leía la trágica noticia: “Veinte fríos…pelona se los llevó…chofer maldito fugó”. El destino le había hecho una perrada al amigo.

Sartre nos ponía en jaque con su “Ser y la Nada” y Camus con su “Mito de Sísifo” o el “El Extranjero” al borde de la locura. A veces, nuestras respuestas eran optimistas, otras, fatales. Como cuando recordábamos “El Extranjero” de Camus y comentábamos: ¡la muerte da igual a los veinte, treinta, cuarenta o sesenta…! Y cantábamos:

Quedé yo solo con mi guía, Natalí.
Ya no hubo más preguntas sobre la revolución de Octubre;
Ya no estábamos allí, se acabó la tumba de Lenín,
El chocolate del café Pushkín, todo lejos quedó.

Cuando despertamos de este sueño, la realidad nos golpeó la cara tan fuerte que hasta ahora permanecemos aturdidos. Nuestro mundo virtual se derrumbó. La suerte, que para mí, es como cuando un gallinazo volando a gran altura se caga sobre miles de personas y la cagada aterriza sobre la cabeza de un desprevenido caminante de esta vida y se pregunta: ¿Por qué a mí?. Así sucedió, la fortuna nos fue adversa. De nuestro grupo, nadie viajó a Rusia, creo que solo llegamos a Trujillo por el Norte, Huancayo por el Este, Ica por el Sur y por el Oeste al mar, hasta donde nos alcanzaba la vista. La imagen de nuestra Natalí fue borrándose. Pero no por eso dejaremos de pensar en ella. Nuestra compañera de esa aventura universitaria, vivirá eternamente joven y hermosa. 

Que vacía se quedó mi vida,
Más sé qué un día en París…
Eduardo Borrero Vargas
Lima, martes 28 de agosto del 2022
Derechos Reservados.-
Universidad Nacional Mayor de "San Marcos"