Leopoldo
Perdigón, caminante sempiterno, recordó de golpe un día la confesión de sus
padres: que él había nacido en Sullana, en una noche de agosto de un año
lluvioso. Tampoco sabía los años que cargaba a sus espaldas. Se sentía saludable
pero su mente descontrolada, en lugar de orientarle, le hacía sentir como si en
su interior habitase un trompo que giraba y giraba sin parar, hasta convertirlo
en esclavo. En pocas palabras, reconocía que era esclavo de su desorden mental.
A veces, se veía caminando cabizbajo por la largura del río Chira o a veces
entusiasmado recorriendo las concurridas calles de Nueva York, Madrid, Paris y
otras, por pasajes donde se avistaba el mar y los horizontes de quién sabe qué
continentes. Otras veces, caminaba recto durante largas jornadas y regresaba
repisando sus huellas para no perderse.
Y lo más
raro es que no se acordaba si sus interminables caminatas duraban un minuto,
una hora, una semana, un mes, un año o miles de años. Y en esas infinitas
caminatas no cesaba de escucharse a sí mismo: Bendita sea, caracoles y rayos.
¿Estados de ánimo? ¿Conflictos internos? ¿Identificaciones? ¿Confusiones?
¿Infracciones? ¿Cómo, entonces, reaccionar, si al tomar una línea recta se
descubre que es falaz y a partir de ese instante te ves obligado a zigzaguear,
sin poder retroceder para enmendar el rumbo? Entonces, escribir poesía o
cuentos o novelas o graficar historietas, ¿sería una salida honorable?
¡Grandioso humano investido de humanidad, si no haces eso, estarás condenado a
vivir en soledad! ¿Regresar al vientre de la madre tierra, es una solución
facilista? ¡Si no aciertas en tus divagaciones, seguirás ciego de mente y sin
saber, si valió la pena caminar hacia una meta incierta!
¡Estado de ánimo, como no asirte del gañote, sacudirte y tirarte al poste de
vida!