Era domingo. El reloj marcaba las 11:00 de la mañana. Escuchó
dos timbradas prolongadas. Dejó de un sobresalto el teclado de la computadora.
Los domingos, a esa hora del inquietante timbrazo, eran los momentos en que,
estaba sumergido en la pantalla de la computadora revisando correos
electrónicos, Facebook o preguntando a Google, su oráculo moderno, cosas
intrascendentes para ponerlo a prueba: el tiempo de las semanas próximas,
horóscopos, pronósticos de caballos, de perros, de carros, de futbol, básquet, ofertas
de ropa; y cuanto hay de nuevo en la literatura superflua en el mundo. Justo en
esos instantes en que dejaba en libertad sus paralizadas inquietudes
intelectuales, embrutecidas por el trabajo tedioso de cajero que ejercía en un
supermercado, distante a quince cuadras de su mini departamento en el que con
las justas entraban apretados los enseres necesarios, para llamarse un lugar
habitable. Y ahora a alguien se le ocurría interrumpirle, haciéndole recordar
que era un simple mortal, expuesto a lo inesperado.
Felizmente –pensó—aún con los ojos direccionados a la
computadora, que temprano llenó el canasto de plástico con ropa sucia, que
después del desayuno-almuerzo, lo llevaría a la lavandería del edificio. Y el
timbre resonó nuevamente, esta vez levantó la cabeza y le pareció que ese
sonido estridente, sin conocer quién era el inoportuno visitante, le rompió la
tranquilidad de su mañana dominguera. Recuperó sus sentidos. Se incorporó,
dudando entre ir y no ir, y en ropa interior se dirigió sin apresuramientos
hacia la puerta. Miró por la mirilla de la puerta y al ver una cara de mujer de
ojos desorbitados y de nariz abombada, deformada por esas lunas de aumento de
los visores baratos que usan los edificios utilitarios, recordó que ahí
exactamente del otro lado estaba también aguaitándolo Marixa Orbegoso; la de la
nariz respingada, metiche y de hablar como metralleta desafinada. Se quedaron
un tiempo indefinido, mirándose ojo a ojo. En esa pausa prolongada, no
pestañearon.
Repentinamente, recordó que la invitación la había hecho el
sábado anterior al sábado pasado. Un encuentro fortuito en una exposición de
pinturas -por una de las tantas avenidas rectas que se entrecruzan por
Manhattan- había sido el inicio de esta visita inesperada. Y todo, por imbécil,
por andar con las orinadas a flor de piel. Al entrar al baño se topó con ella,
que salía de hacer lo mismo del baño de mujeres. Y por salir del apuro, se fue
de boca y le invitó al departamento, apuntándole la dirección en un papel. De
esto habían pasado, ¿tres o cuatro semanas? ¿Quizás más? ¿Cómo precisarlo? ¿Y
si con los años de trabajo rutinario su cerebro se había deteriorado? Y así
debería ser, ya que por momentos funcionaba como máquina registradora,
discriminando precios de los códigos de barras. Siguió pegado a la puerta, no
tomó aire, sino que sentía volar dentro de su cabeza cientos de facturas de a
centavo, de a dólar, y billetes de toda denominación: ¡Se sintió máquina
utilitaria!
Retiró el ojo de la mirilla y escuchó los pasos leves de la mujer
desconcentrada, que se retiraban en dirección a las escaleras. Sintió como si
cien años de compromisos acumulados le hubiesen abandonado. Regresó a ver por
la mirilla y ya no vio aquellos ojos intensos, de mujer de carne y hueso.
Retrocedió hacia la computadora y tuvo la sensación de que otra mano la había
encendido. Se acercó a la pantalla y la página del oráculo Google parpadeaba,
pronto aparecería un mensaje en letras grandes: Pobre hombre sin nombre, Marixa
Orbegoso era tu última salvación. La vida no da segundas oportunidades. Y las
probabilidades de que te topes con ella en esta urbe, donde la gente va y viene
sin saber a dónde, son de una centésima de millón. Tu cartografía mental está
atrofiada.