martes, 18 de abril de 2023

Visita inesperada

Era domingo. El reloj marcaba las 11:00 de la mañana. Escuchó dos timbradas prolongadas. Dejó de un sobresalto el teclado de la computadora. Los domingos, a esa hora del inquietante timbrazo, eran los momentos en que, estaba sumergido en la pantalla de la computadora revisando correos electrónicos, Facebook o preguntando a Google, su oráculo moderno, cosas intrascendentes para ponerlo a prueba: el tiempo de las semanas próximas, horóscopos, pronósticos de caballos, de perros, de carros, de futbol, básquet, ofertas de ropa; y cuanto hay de nuevo en la literatura superflua en el mundo. Justo en esos instantes en que dejaba en libertad sus paralizadas inquietudes intelectuales, embrutecidas por el trabajo tedioso de cajero que ejercía en un supermercado, distante a quince cuadras de su mini departamento en el que con las justas entraban apretados los enseres necesarios, para llamarse un lugar habitable. Y ahora a alguien se le ocurría interrumpirle, haciéndole recordar que era un simple mortal, expuesto a lo inesperado.

Felizmente –pensó—aún con los ojos direccionados a la computadora, que temprano llenó el canasto de plástico con ropa sucia, que después del desayuno-almuerzo, lo llevaría a la lavandería del edificio. Y el timbre resonó nuevamente, esta vez levantó la cabeza y le pareció que ese sonido estridente, sin conocer quién era el inoportuno visitante, le rompió la tranquilidad de su mañana dominguera. Recuperó sus sentidos. Se incorporó, dudando entre ir y no ir, y en ropa interior se dirigió sin apresuramientos hacia la puerta. Miró por la mirilla de la puerta y al ver una cara de mujer de ojos desorbitados y de nariz abombada, deformada por esas lunas de aumento de los visores baratos que usan los edificios utilitarios, recordó que ahí exactamente del otro lado estaba también aguaitándolo Marixa Orbegoso; la de la nariz respingada, metiche y de hablar como metralleta desafinada. Se quedaron un tiempo indefinido, mirándose ojo a ojo. En esa pausa prolongada, no pestañearon.

Repentinamente, recordó que la invitación la había hecho el sábado anterior al sábado pasado. Un encuentro fortuito en una exposición de pinturas -por una de las tantas avenidas rectas que se entrecruzan por Manhattan- había sido el inicio de esta visita inesperada. Y todo, por imbécil, por andar con las orinadas a flor de piel. Al entrar al baño se topó con ella, que salía de hacer lo mismo del baño de mujeres. Y por salir del apuro, se fue de boca y le invitó al departamento, apuntándole la dirección en un papel. De esto habían pasado, ¿tres o cuatro semanas? ¿Quizás más? ¿Cómo precisarlo? ¿Y si con los años de trabajo rutinario su cerebro se había deteriorado? Y así debería ser, ya que por momentos funcionaba como máquina registradora, discriminando precios de los códigos de barras. Siguió pegado a la puerta, no tomó aire, sino que sentía volar dentro de su cabeza cientos de facturas de a centavo, de a dólar, y billetes de toda denominación: ¡Se sintió máquina utilitaria!

Retiró el ojo de la mirilla y escuchó los pasos leves de la mujer desconcentrada, que se retiraban en dirección a las escaleras. Sintió como si cien años de compromisos acumulados le hubiesen abandonado. Regresó a ver por la mirilla y ya no vio aquellos ojos intensos, de mujer de carne y hueso. Retrocedió hacia la computadora y tuvo la sensación de que otra mano la había encendido. Se acercó a la pantalla y la página del oráculo Google parpadeaba, pronto aparecería un mensaje en letras grandes: Pobre hombre sin nombre, Marixa Orbegoso era tu última salvación. La vida no da segundas oportunidades. Y las probabilidades de que te topes con ella en esta urbe, donde la gente va y viene sin saber a dónde, son de una centésima de millón. Tu cartografía mental está atrofiada.

Eduardo Borrero Vargas – (Perú)
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