Podría
iniciar este artículo a modo de fábula o cuento, donde la imaginación libre
transite por los escenarios de una imaginación rayana a los extremismos
fantásticos. Algo así como convivir en una supuesta obra teatral en la que, a
cada uno de los personajes, sin motivo aparente, se le dota de una piedra
invisible para tirarla a mansalva a los demás, con el solo ánimo de destruir o
de callar al que está enfrente. En este tipo de obra nada es entendible: toda
en ella es un absurdo en el que ni siquiera importa el final, ya que carece de
argumento y los actores no tienen un papel determinado. Todo es válido en ella.
La verdad se convierte en infierno; y la mentira, en paraíso.
El solo
hecho de crear para el hombre es de por sí un acto de sacrificio, muchos por
crear han muerto en las hogueras. Esto lo vivimos en carne propia y lo palpamos
a diario con el monumento a La Capullana. Tarde o temprano caerán sobre ella
dantescas sombras sin rostro de élites autollamadas intelectuales.
O saldrán, iracundas, en hileras y con velas mortecinas, a morderla ferozmente,
como si en cada mordiscón se aliviaran al descargar sus frustraciones. O, tal
vez en un descuido, saldrán con sus picos y lampas a destruirla con el pretexto
que son los únicos defensores de la estética y que ellos, poseedores del arte,
la levantarían a su imagen y semejanza. Gracias a Dios que la mayoría de los
sullaneros no razonamos de esa forma. Somos seres privilegiados, equilibrados y
creativos. Felizmente, las diferencias saltan a la vista.
Cuando se
inauguró La Torre Eiffel, el año 1,889, un grupúsculo de intelectuales salió
a protestar por esa monstruosidad de fierro. A La pobre torre casi se la traen
abajo, y - por un pelo - el desdichado Eiffel casi termina con sus huesos en la
cárcel. Ahora, la torre goza de buena salud, es el símbolo de la grandeza de
Francia, y el transgresor Eiffel quedó registrado en la historia como un gran
revolucionario de la construcción metálica y estética. ¿En qué terminaron los
detractores? Suponemos que, por sus intransigencias, avergonzados y sin ánimos
de seguir en el juego de la vida.
Sullana
también ha sido testigo de grandes metidas de pata. El 17 de noviembre del año
1,926, el alcalde de entonces, Jacinto Vargas Ladines -mi abuelo materno-
invitó al señor Enrique López Albújar a participar en el homenaje que el
Concejo Provincial de Sullana le ofreciera a don Miguel Checa y Checa, en el
que se le declaraba como benefactor del pueblo de Sullana. En ese día
histórico, el señor López Albújar dio lectura a su discurso, en cuya parte
final dice: “y cuando, al correr de los tiempos, los evocadores de
nuestra historia regional vean surgir por el histórico valle de Tangarará,
primero el séquito de nuestros caciques indolentes y a nuestras hombrunas
Capullanas; después, el épico desfile del conquistador audaz…” (Pag.
19 revista NORTE Número 3 de octubre 1957- José Vicente Rázuri, don LATA).
Metidas de patas y de las grandotas. Imaginémonos a La Capullana hombruna, tal
como la vislumbra el señor López Albújar. La lluvia de críticas no se hubiese
hecho esperar, reclamarían desesperados: oiga, un momentito,
¿nuestra Capullana no era hermosa? Y ahora que es hermosa,
pareciera que tanta belleza les incomodara: ¿no le parece que
es demasiado sensual? ¿Cómo entender al género humano?
Lo que no
entienden, y creo que nunca lo entenderán, sobre todo aquellos que la quisieron
encasillar en el pasado -atornillada en una huaca rodeada de frisos ajenos,
como si La Capullana del Chira fuera un ente alejado de los quehaceres de su
comunidad-, es que el mensaje que se ha querido dar con ese bello monumento es
la imagen de una mujer libre, armoniosamente integrada a su entorno: manejadora
de su destino, asertiva en sus decisiones, con actitud de mando y
mente positiva, lo que es posible en las mujeres nacidas en el norte. Ya es
tiempo que desterremos para siempre las representaciones pasivas y llorosas de
esa mujer luchadora con atuendos negros, como si vivieran un luto infinito. Por
favor, que lo detractores asolapados, con piedras invisibles a la mano, salgan
a la luz, den la cara por su propia salud; de lo contrario, terminarán
germinando odio, y el que germina odio se atraganta hasta asfixiarse. Vivir en
medio de estas tormentas es envejecer el espíritu; y el espíritu, por su
esencia, debe ser jovial y abierto a la renovación. No seamos rumiantes
regurgitando la eternidad del odio sin sentido.
Ruego
encarecidamente dejar tranquila a la bella Capullana del Chira, dejémosle su
espacio vital para que se desarrolle. Asumamos que ella es ajena a las
habladurías. Por lo tanto, démosle la oportunidad de vivir nuevamente en lo que
antes fue su universo. De muy lejos la hemos rescatado, de la noche del tiempo,
afirmaría. Ha mis oídos han llegado rumores extraños de gente veraz. Dicen que
la Capullana, a las doce de la noche de todos los jueves de todas las semanas,
baja de su pedestal con su perro viringo. La han visto caminando por la loma de
Mambré, bajando al río a reunirse con sus mayores, a cantar canciones enternecedoras,
a reír, a cuchichear y a bailar en corro cuando la luna está llena. Otros
aseguran que ella ya sabe quiénes la quieren destruir. Entonces, quedan
avisadas aquellas personas que fungen de aves de mal agüero, vaticinadoras de
cataclismos monumentales: La Capullana del Chira es más que un simple
monumento. Es una alegoría a la pujanza, inteligencia y libertad de la mujer
que supo llevar sobre sus hombres los destinos de una comunidad.
Aquel que
se le ocurra ponerle una mano encima a La Capullana del Chira recibirá el
desprecio y se hundirá en el abismo de la historia hasta borrarse de la faz de
la tierra. No olvidemos que las mujeres norteñas tienen sus formas y detalles
para castigar a los que las ofenden.
¡La
Capullana del Chira todo lo sabe!
Eduardo Borrero Vargas. Derechos reservados.
Escrito publicado en la edición Nº 57, enero 2012, en la revista El Tallán Informa
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