viernes, 14 de agosto de 2020

Lo real de la irrealidad

 

Chivo maromero
- Cuántas veces hemos escuchado al escritor -intervino el Negro- que no hay un deslinde claro entre lo real y lo irreal. El pensamiento mágico, de nosotros los escritores, nace precisamente de esta línea invisible. Si bien estamos sujetos o amarrados -cual burros a sus estacas- al medio en que vivimos, tenemos la posibilidad de escaparnos hacia la irrealidad. Y esa irrealidad, aunque nos parezca una incongruencia, alimenta la imaginación que es la riqueza creadora del ser humano. Por los años cuarenta -contaba el escritor-  en plena Segunda Guerra Mundial, en el pueblo de Querecotillo sucedió un hecho que grafica exactamente lo planteado: “dicen que a este pueblo terroso llegó un circo cuyo actor principal era un chivo entrenado para sentarse, pararse, saltar la soga, bailar tonderos, revolcarse, saltar una vara de alto, balancearse en la cuerda floja y despedirse levantando sus patitas. Un lugareño conocido como “el sueña sustos”, conversando con otros paisanos en la plaza de Armas, les detalló con lujos su sueño: ayer he soñado que al pobre chivo le han echado ojo, se lo comerán hasta chuparle los tuétanos y el más bruto -que es el que cometerá el “chivicidio”- se tragará la cabeza para aprovechar la inteligencia de este inocente animal. Esto sucederá, a lo máximo, en dos días. Y sucedió que lo soñado se convirtió en un hecho real. Y aquí no acabó este hecho inaudito. Los pueblos de los alrededores enardecidos ante este acto de bajeza humana, sin que nadie los convocara, marcharon furibundos a tirarle piedras a ese soñador, vaticinador de anormalidades no bíblicas, ya que en la Biblia sólo se trata de ofrendas de corderos degollados, mas no de chivos cirqueros despanzurrados. Gracias al cura del pueblo, el “sueña sustos” huyó antes que la horda lo masacrara. Pero el pueblo quedó manchado para siempre con el horrible sobrenombre de “querecotillanos comen chivo maromero”. Esta marca de fuego no logran borrarla hasta ahora ni con aleluyas, ni misas olvidatorias, ni monumentos al victimado chivo maromero”. La realidad de la irrealidad muchas veces termina en verdaderas tragedias, en tragicomedias, cuentos fantásticos o grandes obras novelísticas. En esa cuerda invisible vamos y regresamos, balanceándonos aturdidos, entre lo real e irreal. Y todo esto ocurre increíblemente aquí en la cabeza, cráneo, tutuma, mente o como se les ocurra llamarla…       

- Sí Negro, te hemos escuchado perfectamente. La primera vez en que el escritor se desbocó con esa perorata tirada de los pelos -afirmó Carlos- fue en la cantina del “Bello Antonio”, en el verano del año mil novecientos sesenta y seis, celebrando el cumpleaños del amigo “japonés saco prestado”, quien vomitó encima de la mesa y César -que no aguanta pulgas- lo arrastró al meadero y, enseguida, lo embarcamos en un taxi pagadero a destino. Y el “Bello Antonio”, impecable y diligente, con escoba en mano, en un ¡triz! ¡traz! aseó el local con aserrín fresco y kreso, desinfectante poderoso ocultador de olores de orines y de vómitos  de borrachos incontinentes. Y seguimos garganteando como si fueran los últimos tragos de la vida, discutiendo acaloradamente con el escritor sobre lo real de las irrealidades y de nuestros problemas existenciales. ¿Y cómo podíamos comprender al provinciano, si en esos momentos Camus y Sartre nos tenían agarrados de los huevos?

- Qué manera miserable de perder el tiempo -dijo César- ¿Acaso una mujer o un hombre nacidos en el campo tienen crisis existenciales que los empujen a quitarse la vida de un balazo, como los europeos que andan en búsqueda de guerras para ganarle un kilómetro cuadrado al vecino? Esperando, pacientemente que un sujeto desconocido, detrás de una mira telescópica, le despachen al otro lado, liberándoles del yugo de su alma cobarde, de ese espantoso segundo que dura siglos a la hora de jalar el gatillo… ¡ufff! qué alivio: fue por mano ajena, valiente forma de morir…Por eso recalco que el principal problema del pobre de estas latitudes es la comida del día siguiente y no el de andar buscando pistoletazos. Para esto debe arar la tierra, sembrar semillas fecundas y cruzar los dedos para que los aguaceros milagrosos hagan su trabajo. Y eso, aunque sea contradictorio, les da vida y las mañanas impredecibles se tornan esperanzas.

 - Es lo que estaba de moda en la universidad, ¿se acuerdan? -sostuvo Carlos- ¡Vale la aclaración de César! ¿A qué campesino en la selva, sierra y costa se le ocurriría cuestionar su existencia, si para ellos el vivir es una cosa natural? Y la naturaleza, que se pierde en la noche de la creación de la tierra, se debe respetar. Esa es la concepción de la fuerza telúrica engendrada desde sus mismas raíces.

 - En pocas palabras -intervino el Negro- lo que el escritor trataba de decirnos es que el hombre que vive apegado a la tierra es esencialmente telúrico; su ayer, su hoy y su mañana están inmersos en esas profundidades. Para sobrevivir ellos comprenden que su existencia está unida a la tierra, su alma está adherida a la piedra y sus raíces llegan al mismo confín de la corteza terrestre. Desean vivir porque las leyes heredades de sus padres se deben obedecer del mismo modo que ellos obedecieron a sus mayores, y sus mayores a sus antecesores. Es la cadena natural que los une a su pasado. La vida es una ruleta, ¡miren señoras y señores, apuesten que la rueda gira y gira, ya no hay vuelta atrás, ya no pueden escapar da sus designios: ganarán o perderán! Nosotros caímos como idiotas en estas filosofías de individuos que nos vendieron sebo de culebra, nacidos en sociedades tan antiguas, llenas de vicios, frustraciones y logias arcanas deformantes. Estas gentes crearon esas corrientes confusas no sólo con el deseo de desbarrancarnos por el error sino también para entretenernos -a la mala- con el bendito existencialismo, apoyados por las izquierdas para embrutecernos con su “Ser y la nada,” al punto de darle más valor a la muerte que a la vida. ¿De qué vale que hayas nacido si la muerte y la “nada” la tienes a la vuelta de la esquina?

 - Y nos arrinconaron en la tierra, en el lodo, en los truenos, relámpagos, rayos, en la lluvia, en el viento y en la negrura de la noche - gesticulaba César. Y esa es la vergüenza de ese colorado intelectual de apellido balcanizado, quien me despreció cuando fui a preguntarle por los escritores del interior del país y me contestó qué no los leía porque eran una sarta de escritores plagados de errores. Cómo quisiera que ahora relea la porquería de sus poesías que escribía en su universidad y ojalá se ponga más colorado de lo que es. Detestan a los telúricos por una sencilla razón: por envidia. ¿Con qué cara pueden reclamar estos caballerangos los derechos telúricos de los provincianos, si nacen en edificios y enrejadas construcciones que los distancian del agua, del suelo, del aire y del fuego? Eso les lacera el ego, el no tener ese don natural que tienen los que huelen tierra seca o húmeda al nacer. Que ven y sienten en sus cuerpos a los ventarrones diabólicos convertirse en remolinos arrancadores de techos y árboles. O que los árboles añejos caminen de noche y conversen entre ellos. O que las luciérnagas guíen viajeros nocturnos perdidos por intrincados caminos. O los gritos desesperados de lechuzas anunciando la muerte de algún escogido para que encomiende su espíritu a todos los santos. O el ruido seco y solapado del reptar de las culebras que salen de sus cuevas amparadas por la oscuridad a buscar comida o aparearse. O a las quejumbrosas noches, alborotadas y agitadas, preguntándose: ¿por qué temen a las noches, si las noches son parte de la creación?

 - César, actualmente el “yo” de ese colorado contumaz y retorcido debe ser del tamaño de la catedral, pero no nos debe embargar las penas -siguió Carlos- y mucho menos nos desanimemos por estas minucias. Las ventajas de nuestras querencias a la tierra nos dan, con creces, lo que a ellos les falta: vivir en el justo medio de la vida y de la muerte, que por momentos -entre cánticos y aleluyas salidos de la profundidad de la tierra- nos hacen sentir inmortales. En cambio, ellos, esos ególatras supinos -como el colorado- son sordos, ciegos, embrutecidos minotauros galopando en ciudades pintadas de blanco, con calles intrincadas parecidas a los laberintos de Creta -sin salvación- porque no tendrán un Teseo a la medida que logre guiarles a la puerta de escape: morirán atropellados, amontonados unos sobre otros, asfixiados por la hediondez de sus propias carnes.

- El piso nos quedó grande. Pagamos caro nuestra candidez. Jugamos limpio. ¡Qué cojudos hemos sido, amén! - cortó el negro.

- No, Negro, amén es un aceptar. Y nosotros, si bien ya somos sesentones, tenemos la suficiente entereza para seguir luchando. Tú nos inyectaste ese convencimiento y a la hora de la hora, ¿nos quieres dejar a la deriva? ¡Qué desfachatez! - le recriminó Carlitos.

 - Renuente, hombre, renuente. Selvático obtuso -respondió hecho un energúmeno el Negro- Terminé con el amén, no en el sentido que tú le has dado, sino para acabar con las divagaciones y estudiar la forma que el escritor se deje llevar para su bien antes que la mazorca que nos une se quede sin granos, y eso sí que es el final. Si bien los lustros o las décadas se nos han escabullido por la delantera, por la trasera o por los flancos, uno lucha hasta el último resuello. Y ese noble principio no ha desaparecido de mi cabeza, ¡so pedazo de jumento! Seguiremos y no doblaremos las rodillas ante la nueva arremetida de la intelectualidad limeña. A estas alturas se han fortalecido con nuevas técnicas de escritura urbana, llenas de aeropuertos y personajes entremezclados -que tan prestos están en la China y la Cochinchina- amoríos europeos, hoteles de lujo y autoexiliados en Europa para escribir libres de influencias a pura memoria o a pura copia de atestados policiales de las zonas “rojas” o de emergencia, teniendo como compinches a sus “negros” que les hacen llegar sus materiales oportunamente a sus lujosos escritorios comprados en las ventas de segundilla de Madrid o Barcelona, para con ellos tentar generosos premios de las editoriales Zafaguaras o Plenetoides u otras muy dadas a gratificar a escritores de dudoso origen. ¿Qué escritor ganador de estos premios realmente ha muerto de a pocos o ha sentido que la vida se la va por la sangre a borbotones, por heridas de balas o de tajos de cuchillos filudos a mitad de pecho, tanto de grupos alzados como de las fuerzas del orden? La demencia vivida en el Perú no ha tenido límites. Los esquemas se quebraron porque este país está mal apuntalado; pero, ¿por qué la ansiedad de esos escritores de querer apropiarse de algo que ellos no han sufrido en carne propia? La respuesta es simple: al no tener pasado ni vivencias propias, en el manejo de las letras son campeones olímpicos, no tienen pierde en la esgrima de la lengua. Hay comentarios que retumban en nuestros oídos: varios de ellos se están camuflando sin descaro alguno. Unos, lucen demacrados y harapientos en las comunidades alto andinas; otros, han tirado al tacho sus zapatos de cabritilla italiana y los han sustituidos por ojotas marca Good Year; otros, andan apurados sacándose las muelas para imitar la patente desmueladera de los que no tienen que masticar, ni siquiera charqui mojado; otros, se pintarrajean el hocico con violeta de genciana para imitar ese color azul verdoso de los chacchadores de hojas de coca. La mañosería para ellos es un arte, son agilitos en sus mudas. No hay duda que la profesión de meter ojo, entresacar, robar frases claves, copiar y añadir capítulos a sus escritos la tienen bien afianzada. Recuerden cómo sacaron ventaja o se reacomodaron los intelectuales limeños en las crisis y en los cambios traumáticos que sufrió el Perú y el mundo. Les sobra olfato a estos tragadores de libros. Para mantenerse a flote en estos menesteres literarios se necesita un grueso mascarón. De este modo, estas vedetes de las letras trotan ligeros y muy orondos por el mundo con lo bolsillos repletos de historias, cuentos y novelas falsas, robadas o plagiadas, tituladas y anilladas para presentarlas en cualquier concurso del orbe. Se burlan de los escritores provincianos por lerdos, ya que ellos -aseguran- les llevan una punta de cinco a diez años entretejiendo manteles literarios a ojos cerrados: los erráticos provincianitos son una lacra, nunca comprenderán que somos nosotros los que enhebramos los hilos. 

- Ellos podrán ufanarse - intervino César- y reír a lo grande. En el fondo, es la envidia lo que les carcome el cerebro, pues los temas literarios se les están agotando.

 - No nos confundamos - replicó Carlos-  con las palabras superficiales de César, que esta gente tiene más vida que los gatos. Recordemos que las riendas las tienen soldadas a los huesos, no dejarán de manejar lo que para ellos es el ego exacerbado.

Eduardo Borrero Vargas

Lima, viernes 07 de enero 2011

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