lunes, 3 de agosto de 2020

Al poeta sin nombre

El Negro Faura, gentilmente, semanas antes de viajar el escritor provinciano a su pueblo, le advirtió que las poses de Carlitos Sarmiento solo eran productos de sus disloques mentales y de ninguna manera injuriosas. También lo convenció que a pesar de estos percances la unidad entre ellos se mantendría, por encima de todo.

Reconfortado con estos comentarios el escritor provinciano no perdió la fe en sus amigos. Era el mes de noviembre. Después de largos quince años llegaría a “coronar” sus muertos. Era el momento de los arreglos, de las paces y de los recuerdos. Las horas de las cuaresmas estaban llegando. Él se enfrentaría como Jesucristo que, en su condición de hombre expulsó al demonio.

El cementerio sería su desierto, pero no para trompearse con diablos y demonios, sino para querellarse contra sí mismo por haber abandonado inexplicablemente sus raíces. Ahí, con seguridad, encontraría la brújula que la había perdido hacía rato en Lima. Pero que, gracias a su espíritu indomable, no se había “alimeñado”.

Detestaba a los limeños no por ser limeños, sino por su capacidad de “acamaleonarse”. En esta capital tan llena de contradicciones, tan presto se consideraban hijos de grandes empresarios o hijos de hacendados o descendientes de héroes de la independencia o herederos de grandes fortunas o fantaseaban ser descendientes verídicos de pajarones reales o parientes de escritores inigualables.

Tres meses, duraría su estadía en Sullana. Tres meses, yendo al cementerio a las nueve de la mañana en punto. Tres meses, intimando con sus hermanos a las tres de la tarde en la casa materna, bajo la sombra de la vieja parra sembrada por su padre. Tres meses, durmiendo en un hotelucho de poca monta a media cuadra del solar familiar. Tres meses, padeciendo inhumanamente la dureza de las soledades e insomnios. Tres meses, sintiéndose fisgoneado por ojos fantasmales y oyendo voces nocturnas. Tres meses, conectado por túneles espirituales con sus antepasados. Tres meses, perseguido por una turba de espíritus demoníacos y malignos. Tres meses, buscando en los laberintos oscuros de la noche, los designios de su vida. Tres meses, sobrellevando agonías, gritos y sollozos. Tres meses, sin poder conseguir remendar sus bolsillos del alma, agujereados de vacíos e inconsistencias.

La visita acabó. Se embarcó rumbo a Lima. Era ya fines de enero del año 1,975. Antes de caerse dormido en el asiento del ómnibus, vio la cara de su hermano Víctor hablándole pausadamente, - “no lo tomes a mal, pero creo que esto de las tendencias de andar escribiendo y escribiendo es genético. Recordarán lo que nuestra madre nos narró, cuando éramos niños, que al tío Vidal lo embarcó la bisabuela Magdalena, maniatado, de Guayaquil a Paita, totalmente loco. Y en lo que es la sala principal de la casona lo ataban a un horcón en sus días de furia y en los días apacibles le alcanzaban resmas de resmas de papel e inacabables lápices de carbón, sobre las cuales descargaba sus sentimientos y sus frustraciones en poesías mágicas que solo les faltaban alas para volar y volaron antes que las lluvias del año 1,925 las destruyeran. Ve tranquilo hermano que esas poesías no se han perdido: hoy revolotean en nuestras cabezas. Todo es cuestión de aceptarlas y dejarlas fluir que la prosa vendrá por si sola. Entonces, nada de temores al escribir que, del tío loco viene la vaina”-

Amaneció con las piernas entullidas. Las aristas de una cajeta de cartón eran las culpables de sus malestares. Se agachó. La levantó del piso del ómnibus. La abrió con ansiedad y en ella encontró cuatro paquetes envueltos con consejos apenas legibles: el primero era una antigua cantimplora, “te será útil para cuando te internes en tus desiertos, tu hermano Beto”, el segundo unas espuelas de plata, “úsalas cuando la mula se te empaque, tu hermano Oscar”, el tercero con una navaja, “un hombre sin navaja no es hombre”, tu hermano Antonio y el cuarto con un retoño de algarrobo, “siémbralo y no te alimeñarás, tu hermano Juan”.

El escritor provinciano miró triste en dirección al cielo y le pareció ver en el horizonte una nube blanca dejando nubecitas de colores sobre su mano extendida al espacio. Se desperezó y bajó del ómnibus y ya en plena calles de la capital vio asombrado como el paquete se le escurría de las manos y volaba suavemente de regreso al norte.

Entendió claramente el mensaje de los hermanos: “un hombre jamás debe olvidar sus raíces”.

  👉Eduardo Borrero Vargas - Derechos Reservados 
(Publicado en la edición N° 24 de abril 2009 en la revista "El Tallán Informa" - Sullana)

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