Hace
poco, dudando si entrar o no a la casona de San Marcos, oí a lo lejos:
La
Plaza Roja desierta, delante de mi Natali
Mi
memoria musical se activó…me acerqué para oírla más claramente. Los hermanos
Arriagada cantando esa canción. Se me alborotaron los sentimientos. Retrocedí a
los años sesenta. El parque universitario lucía su verdor primaveral. Tiempos
viejos: de estudios, apasionamientos, dudas, enamoramientos, sueños y viajes
fantásticos. Nuestra imaginación volaba lejos. Europa era nuestra máxima
ilusión y Rusia el país ideal a alcanzar. Y llegar a conocer a esa Natalí, como
la describe la canción cantada por Los Hermanos Arriagada, se convirtió en una
obsesión enloquecedora:
Hablaba
en francés muy sobrio,
de
la revolución de Octubre.
y
yo pensaba ya, que de la tumba de Lenín,
iríamos
al café Pushkín a tomar chocolate.
la
plaza roja desierta;
rubio
era el cabello de mi guía, Natalí, Natalí.
¿Qué
joven universitario, no estaba enamorado de Natalí, de esa rusa rubia, de ojos
profundos y hermosos? ¡En ella estaban reunidas todas las mujeres del mundo!
¡Qué interpretación la de los Hermanos Arriagada! En la cantina, donde solíamos
reunirnos, por el Jirón Huanta, cerca de la casona vieja de San Marcos,
escuchábamos nuestra canción favorita. La rockola de su cantina de medio pelo,
no cesaba de sonar: Natalí…Natalí…máquina angurrienta, por las monedas de los
compañeros que se levantaban a apretar la tecla sucia y borrosa, para seguir
oyendo Natali. Enardecidos por el licor con mis amigos, seguíamos la letra con
emoción, mientras jugábamos a los dados. Nadie quería perder. Sacar cinco ases
era imprescindible, para mantener los bolsillos a salvo. Teníamos tres
oportunidades para lanzar los dados. El último intento era el de la verdad. Nos
concentrábamos. Tomábamos el mejor cubilete. Lo mirábamos con respeto. Hasta
que por fin nos decidíamos. Lo levantábamos con sumo cuidado, como si
tuviéramos en nuestras manos una imagen sagrada. En ese momento, no había nada
en el mundo que nos distrajera. Era tan sólo el cubilete y el jugador. Lo
sacudíamos debajo de la mesa. Lo soplábamos tres veces. Un golpe fuerte en el
codo. Mano en alto y ¡zas! cubilete boca abajo sobre el tablero de la mesa y,
en un hábil movimiento de muñeca veíamos saltar y rodar sin rumbo fijo los
cinco dados y el que los había tirado hubiese querido tener una mano invisible
para acomodar las caras a su conveniencia. Pero estos benditos cuadrados
enseñaban la cara que les daba la gana. Las exclamaciones no se dejaban
esperar: unas eran de alivio y otras de rabia. ¡Desgracia, gritaba el perdedor!
No había otra oportunidad, la suerte le había sido adversa. Descorazonado, mascullaba:
¡Que mala leche!
Querían
saberlo todo, Natalí traducía.
Moscú,
los llanos de Ucrania y Les Champs Elysées
Oh,
de todo se habló, después cantamos;
Luego
ellos muy alegres, abrieron botellas
De
champagne de Francia, luego bailamos…
Así
pasaban las horas. Todos sudábamos frío. Mentalmente, hacíamos inventario de
las monedas de nuestros escuálidos bolsillos. ¿Y ahora, dónde conseguimos
dinero? Discusiones iban y venían. Nadie quería asumir la parte de su deuda.
Caramba, hagamos un fondo y demos solución a este asunto. Disimuladamente,
alguien se acercaba a la rockola metía una moneda y nuevamente “Natalí” llenaba
la cantina. La paz nos alcanzaba y la ternura nos tocaba el corazón y,
abrazados, cantábamos la última estrofa… “Qué vacía se quedó mi vida…más
sé que un día en París…seré yo quien servirá de guía, Natalí, Natalí…”.
Cabizbajos
y en un silencio total, caminábamos por la calle, como condenados camino al
cadalso. Tristes los limeños se encaminaban a sus casas y los provincianos,
añorando el calor del hogar, a sus pensiones. La resaca del día siguiente se
convertía en triunfo. Habíamos cambiado el mundo, pensábamos: total, solo
éramos unos quijotes peleando contra molinos de viento. Pero también llegaban
nuestros “DIES IRAE”. Al salir de la cantina, la locura nos invadía, era como
si en ese momento nuestro cerebro fuera marcado con fuego por el Réquiem de
Mozart donde el compositor lucha contra Dios con su única arma, la música.
Contra ese Dios a veces tan benévolo y otras veces tan cruel. ¡Nuestra
existencia no tiene sentido!, murmurábamos. ¿Por qué Dios había tenido la
desvergüenza de traernos a un mundo trastocado? ¿Quién lo autorizó…? La vida es
una mierda, gritábamos a gañote limpio. En la acera opuesta, un borrachín
contestaba: ¡Si la vida es una mierda, el suicidio es un deber!
Otras
veces, por revoltosos terminábamos en la comisaria. El comandante del puesto
policial nos hacía formar en fila india. ¡Somos universitarios sanmarquinos!
Nuestra frase mágica surtía efecto. Por esa época, a los universitarios no se
les podía detener en las comisarías. El comandante, llamaba al cabo y con voz
marcial ordenaba: ¡Esos zánganos afuera! En otras oportunidades, los desmadres
sí que eran grandes. Una vez, ya atardeciendo, en la puerta de la cantina de
Cabrera, nos topamos con un capitán de la Guardia Civil. Han pasado los años y
hasta ahora no logramos descubrir quién encendió la mecha. De repente, vimos al
capitán en el suelo forcejeando con el Negro. Tratamos de ayudar a nuestro
amigo, pero el Capitán hizo el ademán de sacar un arma. Huimos despavoridos. A
una distancia prudente azuzábamos al Negro: ¡corre¡… ¡corre¡ En un esfuerzo
sobrehumano el Negro se zafó y salió disparado por el Jirón Huanta. Llegaron a
la esquina del jirón Puno y el Negro vio al frente el Jardín Botánico. ¡Lo
atraparon! No, porque en un arranque de desesperación el Negro se impulsó y
saltó como un felino el muro de adobe de cuatro metros. El capitán se quedó
atónito, miró a su alrededor. Retrocedió al jirón Huanta, montó en su auto y se
alejó. Nos acercamos sigilosamente al muro. ¡Negro¡…¡Negro! Pasaban los
minutos. Cuando a lo lejos escuchamos ruidos de alguien corriendo y gimoteando:
¡Auxilio¡…¡Auxilio¡… Cuando nos alistábamos para ayudarlo, sentimos un golpe
seco a nuestras espaldas y ahí milagrosamente estaba el Negro parado,
tembloroso y castañeteándole los dientes. ¿Qué había pasado? En su frenética
huida, el Negro pensando que el policía había logrado saltar el muro, siguió
esquivando los árboles del Jardín Botánico, hasta topar con otro muro más
pequeño. Trepó y se dejó caer al otro lado. Cayó sobre cuerpos y, pensando que
eran alcohólicos acurrucados para darse calor, les pidió disculpas. Para
tranquilizarlos, les habló en voz baja…compañeros de infortunio…un policía me
persigue. Seguidamente buscó un rincón para acomodarse y recuperar el aliento.
Pasaron los minutos. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Con detenimiento
observó que los cuerpos no se movían y desprendían un olor fétido. ¡Son
muertos!, gritó espantado. En pocos, segundos saltó la tapia. Tomó el camino de
regreso. Esta vez no era un policía quien lo perseguía sino un ejército de
muertos resucitados por algún conjuro. Nosotros nos quedamos mudos.
Petrificados por el terror. Regresamos a la cantina para comentar este
incidente terrible. ¡Negro, has estado en la morgue! ¿Pero por qué tantos
cadáveres tirados en el suelo? Estuvimos un rato más, para apaciguar nuestras
almas y luego nos retiramos con el espanto pegado a las espaldas. Esa noche sí
que tuve pesadillas. Amaneció y me alisté para las clases de la universidad.
Como de costumbre, me dirigí a tomar el reconfortante y vitaminizado desayuno
del comedor de estudiantes, llamado “la muerte lenta” que quedaba en el Jardín Botánico,
al costado de la morgue. A los estudiantes universitarios, la escasez de
monedas nos empuja a ser expertos lectores de primeras páginas. Este hábito me
llevó a un puesto de periódicos, repasé al ojo todos los titulares… el de La
Ultima Hora…me llamó la atención…en letras mayúsculas se leía la trágica
noticia: “Veinte fríos…pelona se los llevó…chofer maldito fugó”. El destino le
había hecho una perrada al amigo.
Sartre
nos ponía en jaque con su “Ser y la Nada” y Camus con su “Mito de Sísifo” o el
“El Extranjero” al borde de la locura. A veces, nuestras respuestas eran
optimistas, otras, fatales. Como cuando recordábamos “El Extranjero” de Camus y
comentábamos: ¡la muerte da igual a los veinte, treinta, cuarenta o sesenta…! Y
cantábamos:
Quedé
yo solo con mi guía, Natalí.
Ya
no hubo más preguntas sobre la revolución de Octubre;
Ya
no estábamos allí, se acabó la tumba de Lenín,
El
chocolate del café Pushkín, todo lejos quedó.
Cuando
despertamos de este sueño, la realidad nos golpeó la cara tan fuerte que hasta
ahora permanecemos aturdidos. Nuestro mundo virtual se derrumbó. La suerte, que
para mí, es como cuando un gallinazo volando a gran altura se caga sobre miles
de personas y la cagada aterriza sobre la cabeza de un desprevenido caminante
de esta vida y se pregunta: ¿Por qué a mí?. Así sucedió, la fortuna nos fue
adversa. De nuestro grupo, nadie viajó a Rusia, creo que solo llegamos a
Trujillo por el Norte, Huancayo por el Este, Ica por el Sur y por el Oeste al
mar, hasta donde nos alcanzaba la vista. La imagen de nuestra Natalí fue
borrándose. Pero no por eso dejaremos de pensar en ella. Nuestra compañera de
esa aventura universitaria, vivirá eternamente joven y hermosa.
Que
vacía se quedó mi vida,
Más
sé qué un día en París…
Eduardo Borrero Vargas
Lima, martes 28 de agosto del 2022
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