(Prólogo por Bernardo Rafael Álvarez)
Podrán decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo que –básicamente- la literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema, una novela, diremos: “¡qué lindo!” o “¡qué horrible!” o, quién sabe, “¡qué sublime!”; o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos invada un sentimiento de dolor o de indignación por las cosas que encontramos dichas en el texto leído. Porque, como sabemos, cuando se habla de estética no se alude únicamente a las cosas bellas.
Pero, claro, es posible
que el propósito del escritor no sea siempre ese, que sea –por ejemplo- hacer que
su obra sea un testimonio (como creyó haberlo logrado Arguedas con su novela Todas
las sangres: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he
vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que
no existe –hay que saberlo- norma, ley o precepto, de ninguna índole, que
disponga o mande al respecto. Nada ni nadie tiene autoridad para decirle al
escritor: “tu literatura tiene que ser para esto o para lo otro”. La libertad
se impone en este terreno. Y esto -estoy convencido- lo sabe Eduardo Borrero
Vargas, autor del libro que aquí se presenta.
Por ello es que cada una
de sus producciones literarias tiene una particular característica o cualidad.
Hace algún tiempo comenté un libro suyo (Del misterio y otros abismos) y dije
que los textos de mini ficción que lo conformaban eran desconcertantes y que, en
cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica del
teatro de Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que
podemos encontrarlo también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya- tiene un
propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos
estupefactos, y lo ha logrado creando en este libro unos personajes cuyas
personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo
contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del
primer texto), jefe de una banda delincuencial que ingresa en la política con
“su oratoria alucinante” y -¡cómo no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y
se dispone a “empapelar todo el país” con su propaganda ocasionando “atoro de
desagües” y suciedad en los ríos y el mar; hijo de padres que no fueron realmente
sus padres, y que, convertido en millonario, en “mérito” a sus actividades fuera
de la ley, se perfila, con muchas posibilidades, como un futuro ocupante del
sillón presidencial. Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez,
identificar con los que –en la vida diaria- ya conocemos (en la política, en
los centros de trabajo, en la cultura, etc.).
Diría que es el absurdo
-ya “normalizado” e imperante en nuestra realidad- lo que ha llamado la atención
de Borrero, incitándolo a ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos
complacientes, una suerte de retrato descarnado y sarcástico de una realidad que,
viéndola bien, es realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa
convertido, de la noche a la mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien,
insectos convertidos en unos Gregarios Samsa con apariencias engañosas. ¿No es
eso, acaso, lo que vemos en la política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo
“normalizado” (o “legitimado”). Personajes, también, como el que da título al
volumen, Marlon (“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor
hay que recurrir –como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin
saber que, así, lo más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el
ridículo (en otras palabras: una “vida de perros”).
Eduardo Borrero Vargas nos
tiene acostumbrados a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una
desconcertante y feliz sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción,
poesía, cuento, y esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato,
pero al que yo me atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de
lo que serían algo así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que
está “patas arriba”. Escritura, la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante,
y –repito-: para quedarnos estupefactos. Buena literatura. ¡Léanla!
Bernardo Rafael Álvarez